*Publicada en revista Gatopardo (México), abril de 2009.

“Tenemos que hacer de la amistad un reino”. La frase voló por la noche de El National, con su aire mitad tabaco y mitad de testosterona. Están por ahí Ángel María Canatelli, los hermanos Patricio y Juan José Wallace, Humberto Pignataro, Mariano Peleo y Edelmiro Onnainty. Alguien la tiró al aire, y quizá sea posible imaginar quién. Son los últimos meses del año 1946. Canatelli, un respetado y pujante constructor cuya firma llevan todavía muchas casas de Chascomús, que con su metro noventa de estatura imponía respeto, cruzó alguna mirada con el Bebe, Juan José Wallace. El tiempo que quedaba hasta la próxima celebración de la amistad parecía mucho. Sus bolsillos no eran de los más flacos —ni mucho menos— del pueblo, y algo se podía pensar. Ángel Canatelli puede haber sido quien voceó la frase, que cayó convertida en idea. La primera mirada cruzada con el Bebe unió a una dupla fundamental. Angelito —como llamaban a este gigantón de espaldas anchísimas y anteojos gruesos— se fue del bar pensando cómo dar ese paso. El primero en el terreno de la exageración. Y enseguida supo cuál era claramente.

Los tragos vespertinos siguieron, la “barra” sostenía su asistencia perfecta y Angelito ataba cabos en su cabeza: se había hablado de un reino, y para eso hacían falta los encargados de cada área. La cartera de ministerios se designó de mesa en mesa, por las características de cada uno. Entre otros, don Emilio Masci, por su “amor al agua desde niño, interviniendo siempre en forma destacada en los juegos de carnaval” fue a encabezar directamente el Ministerio de Marina. El perezoso Héctor Arrinda quedó a cargo del Ministerio de Trabajo, y por su “cariño por los pequeños”, don Juan Canale fue designado en el Ministerio de Protección de la Infancia.

Se iba perfilando una monarquía constitucional. La Suprema Corte de Justicia, entonces, se decidió en las tardes de El National y tuvo tres titulares. El escribano Darío Cuence y los abogados Ulises Olmos y Ulises Sala. El escribano Alberto Alfonsín quedó primero en la línea de sucesión.

Si ya había ministros, entonces sería necesario un medio de prensa que informara sus actividades. Y si se hablaba de un reino, harían falta atuendos que estuvieran a la altura. A una imprenta local fueron entonces los bocetos para un periódico, y en la ciudad de Buenos Aires se posaron los ojos para conseguir las ropas. Pero pasaban los días y faltaba lo más importante: el Rey. Aunque su nombre estuvo desde el principio.

Manuel I, Rey de Copas, acompañado por la comitiva ministerial, guardia real y una banda musical desfiló por las calles de Chascomús en el atardecer del 19 de octubre de 1947, rumbo a su coronación. Manolo iba camino a ser el primer monarca del Reino de la Amistad.

Muy poco tiempo atrás, en Argentina se había estrenado el film Madame Sans Gene, protagonizada por Niní Marshall (aquella entrañable comediante y actriz que tuvo una carrera cinematográfica repartida entre Argentina y México; la “Chaplin con faldas”) y el despliegue de vestuario era impactante. Ahí apuntaron los muchachos de Chascomús, y se pusieron en contacto con los productores del film para rentar el vestuario. La banda, impecable, acompañó el recorrido, mientras Canatelli y Wallace, de lustroso jaquet, flanqueaban al Rey, que avanzaba con su cetro y sus zapatos de hebillas de plata. El pueblo todo seguía el paso.

Son 62 los años que pasaron de ese recuerdo. Mucho tiempo, que hizo estragos en los personajes y en las pruebas. No hay imágenes claras. Existe una sola filmación, en 16 mm, muda, emocionante, un verdadero milagro para aquellos años, obra y gracia de Patricio Wallace, hermano del Bebe, que había invertido en un equipo envidiable y lo capturó todo.

Patricio Wallace (hijo) ya pasó los sesenta. Su padre murió hace años. Es un fotógrafo retirado y continúa con la tradición de filmar. Es delgado y locuaz, aunque dice no poder aportar demasiado acerca de su padre y su tío, y que el mejor testimonio es la filmación histórica. De un cajón receloso saca el viejo documento ahora encerrado en formato digital, y lo entrega. Es el legado familiar, un recuerdo que los pone orgullosos. “Filmación Reino” dice la copia, y la primera imagen es la estampa del Rey en blanco y negro. Una placa clásica de cine mudo informa que “SM llega al palacio, una multitud lo aclama”. Enseguida, da una caminata junto a sus elegantes ministros por un parque, con Manuel I ocupando el centro con su traje oscuro, y Angelito a su derecha, tomado de su brazo. Manuel I sonríe, como siempre, metido de lleno en la broma pergeñada por sus clientes. A unas pocas cuadras de allí, en la imprenta Tieri, don Edgardo sacaba, todavía tibios, los primeros ejemplares de El Heraldo, el órgano de prensa oficial del reino, que brindaría las crónicas de la coronación. En sus páginas, ahora amarillentas en un museo, se despliega el abanico entero de ministros de la monarquía constitucional y la Carta Magna del reinado.

El Heraldo conjugaba dos cosas: imaginación y formación cultural. Ocho páginas con perfiles de cada ministro y jueces de la Suprema Corte de Justicia, integrada por un notario y dos abogados. Un léxico formado y bien de su época: tan ampuloso como apócrifo. “Les Luthiers”, compara la historiadora Lahourcade después de años de buscar parangones. Es que el grupo cómico musical argentino es el paradigma de eso: el disparate solemne. En la portada, el perfil del rey Manuel I desgranaba su ascendencia: “Uno de sus antepasados fue compañero de baño de Julio César, otro, consejero de Nerón y aparte de ello encargado de darle los fósforos al emperador para hacer arder la ciudad de Roma”. A su lado, el rostro imperturbable del antes gallego inmigrante, ahora monarca.

La Carta Magna del reino permanece como una prueba concreta de la seriedad con que se encaraba la broma. “Nos, los amigos de los amigos…— comenzaba—, con el objeto de construir el Reino de la Amistad, afianzar la justicia, consolidar nuestras relaciones internas, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar la amistad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran tomarnos como ejemplo” .

Desde la Carta se dejaba en claro que sería una monarquía constitucional, con 14 ministros, una Corte Suprema de Justicia, y que cada decreto debería ser refrendado por al menos cinco miembros. El artículo seis aclaraba que el Rey “podrá disponer de los gastos del Reino, que vendrán de colectas, beneficios, loterías, comisiones, de la venta o locación de bienes del Reino, las contribuciones, y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete Su Majestad”. Y seguía: “Su Majestad podrá entregar títulos de nobleza, pero no más de cinco por año. Serán, Caballero, Barón, Vizconde, Conde, Marqués y Duque, ese último equivale a Príncipe de Sangre”. Se establecían dos condecoraciones: la “Orden del Alcohol” y de la “Orden de la Amistad”.

La del alcohol la podía entregar el Rey directamente, y la de la amistad, en Asamblea General de Notables de la Corona. Esta última, a razón de no más de dos por año.

Los ministerios iban de la lógica al absurdo. Economía, Interior y Comercio se mezclaban con el de Alimentación —que cuidaba al detalle la ingesta del Rey y probablemente era el encargado de vigilar que se cumpla la prohibición de tomar leche en el reino, a favor de las bebidas espirituosas— y el de No Guerra. Ese último oportunamente a cargo de Mariano Peleo. Más abajo, una cartera de directores generales (Correo, Prensa) y un director de la banda Charanga Real, con la batuta de Eugenio Ursini, el sastre del pueblo apodado Maestro Manga Corta.

Para terminar, el artículo 21 fijaba el tercer domingo de octubre de cada año como “fiesta real el Día de la Amistad”.

Algo, en la dedicación puesta en las letras de molde del primer El Heraldo, dejaba entrever un detalle que quizá muchos de sus contemporáneos no soñaron siquiera imaginar: el reino había nacido para expandirse.

La filmación comienza a mostrar cortes. Se hace evidente que se trata de una compilación de muchos fragmentos, de diferentes tiempos y situaciones. La imagen del Rey deriva en planos de la guardia y pasa, furtiva, por un adolescente de traje lustroso y seriedad comprometida. Tito era su nombre. Ahora él abre las puertas de su casa —a pocas calles de la de Lahourcade, a algunas más de la de Wallace— y da la mano fuerte, firme. Es alto, y su figura demuestra bastantes menos de los 78 años que cumplió en marzo. Se llama Silvio Ursino. Nunca se fue del pueblo, y es el único sobreviviente del nacimiento del reino.

A los 17 años se calzó el traje de guardia y acompañó al Rey desde esa caminata inaugural. Apenas se le puede ver en la cinta. Tito no vivió el día a día de El National. “Eso era para los grandes”, dice. Las tertulias etílicas las vio con la nariz contra el vidrio, y no demora en levantar su bandera de exclusividad: “Soy el único que queda —acto seguido aclara—. Todavía viven dos o tres personas más, pero fueron de los que entraron después, yo estuve desde el comienzo”. Tito dice la verdad. Todos murieron, y muchos de ellos bastante jóvenes. “Se tomaba mucho”, piensa Tito en voz alta, uniendo esa reflexión a la idea de la muerte precoz de varios.

¿Puede eso haber tenido que ver con el fin de algunos integrantes de esta historia? Alicia Lahourcade pone una asombrosa cara de asombro y lo niega rotundamente. “Aunque era cierto que se tomaba mucho, y había algunos que vivían de rentas y no tenían otra cosa para hacer, de haber tomado demasiado no podrían haber llevado adelante lo que hicieron”. Los dos datos sirven para entender un poco más: no era un grupo de borrachines sin rumbo, y el dilatado tiempo de ocio fue un elemento determinante.

En boca de Tito Ursino, lúcido y memorioso, brota Ángel Canatelli y va cobrando forma su imagen. “Un hombre que además de muchas ideas, tenía voluntad. Para estas cosas, siempre hace falta eso: uno que empuje y el resto que acompañe —resume—. El fue el hacedor, el alma del Reino”.

Y fue él, Angelito, quien pensó en un castillo.

Por Sebastián Benedetti

Periodista, técnicamente Licenciado en Comunicación Social, Especialista en Periodismo Cultural y Docente en la UNLP – UNICEN. Sus notas, crónicas y coberturas de viajes fueron publicadas en Página/12, La Nación, Brando, Rumbos, La Pulseada, Diagonales, Gatopardo (México) y Séptimo Sentido (El Salvador). Autor, entre otras publicaciones de los libros Estación Imposible y Lado B, Historias desde las fronteras de la realidad (incluye esta crónica y puede encontrarse en https://perio.unlp.edu.ar/archivoperio/node/8268).

Las ilustraciones del libro Lado B, entre las cuales se encuentra la portada de esta crónica, fueron realizadas por Eduardo “Taladro” Cejo.

(*) Con la llegada del mes de Julio ANTI les propone celebrar la amistad. Para ello, nada mejor que la nota de Sebastián, publicada hace más de una década, pero de vigencia eterna. Serán cuatro entregas dominicales por el mismo precio, nada, así como no tiene valor contar con buenos amigos.