Después de décadas en cautiverio y un viaje de 2700 kilómetros de Argentina a Brasil, una elefanta de nombre Mara al fin pudo pasear en su hábitat natural.

La frontera entre Argentina y Brasil había estado cerrada debido a la pandemia de coronavirus por casi dos meses. A principios de mayo, un convoy inusual llegó hasta el puesto de control en Puerto Iguazú. Eran 15 personas, todas casi sin dormir, y seis vehículos, entre ellos una grúa y un gran camión.

Detrás del camión había una caja transportadora especial.

Dentro de la caja, una elefanta.

La elefanta se llamaba Mara. Tenía unos 50 años y había pasado las últimas dos décadas y media de su vida encerrada en el recinto polvoriento de un zoológico en el barrio de Palermo, en el centro de Buenos Aires. El zoológico alguna vez fue la joya de la corona de los grandiosos parques victorianos, un símbolo de su prestigio. No existía tal cosa, dijo el vicepresidente de Argentina en 1888, Buenos Aires era una gran ciudad sin zoológico.

A la usanza de la época, el recinto de Mara se construyó para emular las románticas ruinas de un templo hindú. Pero para ella era un hogar incómodo, pequeño, apretujado y tenso que albergaba a otros dos elefantes. Eran elefantes africanos, una especie distinta a la de Mara, que es una elefanta asiática. Como no se llevaban bien, los cuidadores se aseguraron de que nunca compartieran su pequeño espacio: los movían de un lugar a otro entre las secciones interior y exterior del recinto todos los días.

Mara pasaba mucho rato de pie, en interiores, a pesar de que los elefantes necesitan caminar mucho para poder digerir correctamente y para mantener saludables sus patas. También pasaba mucho tiempo a solas, a pesar de que los elefantes son profundamente gregarios. Pasaba horas meciendo la cabeza en círculos, un comportamiento típico de lo que se considera estrés en elefantes en cautiverio. Los visitantes observaron el mismo comportamiento en un oso polar, Winner, antes de que muriera en una ola de calor en 2012. Unos años después, también dos leones marinos del zoológico fallecieron con días de diferencia.

La gente empezó a protestar pidiendo que se hiciera algo, no solo por Mara sino por todos los animales -un total de 2500 en 2016- que estaban apretujados en apenas 17 hectáreas. Un grupo, SinZoo, dijo que pedía “libertad para los presos de Palermo”. El gobierno de la ciudad, que era dueño del terreno, decidió intervenir y hacerse cargo de la gestión del zoológico, que hasta entonces llevaba una empresa privada.

Pero para entonces, dijo Tomás Sciolla, quien se convirtió en el nuevo administrador de conservación y vida salvaje, las protestas habían suscitado una serie de cuestiones que la ciudad debía tomarse en serio: ¿Era suficiente con mejorar la calidad de vida de los animales que seguían viviendo en el zoológico? ¿No había cambiado la visión que se tiene de los animales en la sociedad desde 1888? “¿Vamos a proveer mejores condiciones?”, preguntó, “¿O queremos hacer algo un poco más profundo?”.

En su época de circo, Mara era conocida por portarse mal e incluso mató a un entrenador.

Mara recibía cuidados para las patas en el zoológico. Debido a que estaba confinada, sus patas requerían atención especial para mantenerse sanas.
Kuky, uno de los dos elefantes africanos que aún viven en el zoológico de Buenos Aires, juega con una llanta.
Un cartel de 1970 anunciaba el Circo Sudamericano con una imagen de Mara.

Dos años antes, en 2014, Argentina se había convertido en el primer país en reconocer a un gran mono —una orangután de nombre Sandra, también residente del zoo de Buenos Aires— como una persona no humana con derechos legales propios. Ahora, un comité de planeación convocado para determinar qué destino tendrían sus vecinos, decidió que debían empezar examinando los supuestos más fundamentales bajo los que operaba el zoológico. “¿Queremos un zoológico?”, preguntó Sciolla. “¿Es algo que coincide con el respeto que creemos que se merecen los animales?”. La respuesta a la que llegaron fue que no.

La ciudad decidió que el terreno debía convertirse en un ecoparque, en el que los niños pudieran aprender de conservación y los animales endémicos pudieran rehabilitarse sin estar en exhibición. El comité empezó a investigar cómo podría enviar a los animales actuales a vivir en nuevos hogares en santuarios y reservas naturales. Algunos estaban muy viejos o muy enfermos para moverse, algunos animales murieron. Pero, al organizar la logística, muchos otros se marcharon: tres osos de anteojos a un santuario animal en Colorado; Sandra la orangután al Centro para Grandes Monos en Wauchula, Florida. Para esta primavera, 860 animales habían sido reubicados. Mara sería la 861.

El comité planeó mudarla al Santuario de Elefantes Brasil, un recinto de más de 1130 hectáreas instalado hace poco en Mato Grosso. Pero reubicar a una elefanta a través de 2700 kilómetros y atravesar fronteras internacionales requiere una gran cantidad de papeleo (para prevenir el contrabando y blanqueo de animales, en especial de una especie en peligro de extinción). En el caso de Mara, conseguir los permisos implicó comprobar su lugar de nacimiento y los lugares en donde vivió antes de llegar a instalarse en el zoológico en 1995. En ese entonces había sido incautada de un circo, el Circo Rodas, debido al maltrato. Pero, ¿a dónde la había llevado su vida antes de eso?

Mara, nacida en un campamento de trabajo de India, había pasado toda su vida en cautiverio.
El día de la mudanza, Mara fue escoltada a una caja de transporte especial para el trayecto a Brasil. 
Parada de control sanitario en la frontera de la provincia de Misiones en el noreste de Argentina. Los encargados de Mara tuvieron que mostrar documentos y someterse a un control de temperatura y desinfección.
Parada para agua y pasto. A Mara se le puso una dieta reducida para el viaje; los elefantes asiáticos suelen comer entre 70 y 150 kilos de comida al día.

La atención mediática concitada por el caso de Mara logró que el público se involucrara y aportara información. La familia Tejidor, que alguna vez tuvo circos, reportó que a principios de los años 70 había comprado a Mara junto a otros dos elefantes del Tierpark Hagenbeck, un zoológico de Hamburgo, Alemania. Resultó que este zoológico había adquirido en India a la elefanta en una edad temprana, había nacido allá en cautiverio, en un campamento de trabajo. Víctor Veira Tejidor, cuyo abuelo y tío abuelo habían sido los dueños del circo que la compró, recordaba a Mara como un miembro de la familia, hambrienta de atención y afecto.

“Ella es un ser muy especial”, dijo. Durante años, Mara viajó con la familia de pueblo en pueblo por Argentina, Uruguay y Brasil, actuando frente a multitudes. Las fotos antiguas la muestran de bebé, con dos hombres inclinados sobre su espalda; de mayor haciendo gracias en un banquito con un tocado en la cabeza; realizando equilibrismo en sus patas delanteras en una carpa de circo vacía.

La familia de Veira abandonó el negocio circense en 1980, cuando él tenía 12 años, y vendió a Mara al Circo Rodas. “Ahí fue donde a ella se le pusieron feas las cosas”, dijo Sciolla. Mara no se “portaba bien”. “Pero, ¿qué es ‘portarse bien’ para un elefante que está cautivo y obligado a actuar?”. El nuevo circo contrató al exentrenador de Mara para lograr que volviera a actuar pero ella, tal vez al sentirse amenazada, lo mató. “No es mentira que los elefantes no olvidan”, dijo Sciolla. Antes de que la incautaran y la llevaran a vivir al zoológico la encontraron encadenada en un estacionamiento.

El amanecer en Dourados en Mato Grosso do Sul, Brasil.
La comida para Mara en una parada en Argentina.
Marcos Flores, uno de los cuidadores de Mara, la revisó durante la parada en la aduana argentina.
Mirones durante una pausa de aduanas en Foz de Iguazú, Brasil.
“Ella es un ser muy especial” dijo Víctor Veira Tejidor, cuyo abuelo y tío abuelo eran propietarios del circo que la compró.
Yohana, veterinaria del séquito de Mara, conversaba con la elefanta durante un descanso en Brasil.

Pero el zoológico solo mejoró relativamente sus condiciones y, después de dos décadas y media, Sciolla estaba desesperado por liberar a Mara. El plan de salida requería una intensa coordinación con varios ministerios y dos gobiernos federales, pero al fin, todo estaba en orden: Mara podría por fin mudarse al santuario de Brasil en marzo. “Y luego, claro, empezó la COVID-19”, dijo Sciolla.

Argentina impuso uno de los confinamientos más estrictos de América Latina, así que el plan tuvo que descartarse. Pero la ventana para utilizar los permisos de traslado de Mara, tan difíciles de obtener, estaba por cerrarse pronto. Sciolla, que tiene un gran retrato de Mara en una pared de su departamento, se encontró al teléfono con los funcionarios de gobierno argumentando por un extraño caso. “Yo sé que están enfrentando una crisis”, les dijo. “Pero necesitamos translocar a este elefante”. La disposición de los funcionarios para ayudar a hacerlo posible lo conmovió.

Así fue que Mara, luego de una larga y complicada existencia, terminó en una caja, en pandemia, esperando en la frontera cerrada de dos países. Solo cuatro de los humanos recibieron permiso para cruzar con ella y realizar el trayecto final hacia el santuario. Una vez que el grupo bastante reducido logró cruzar bien la frontera, Sciolla empezó a sentir algo de alivio de, como dijo, “todas las presiones que sientes cuando estás con un elefante a miles de kilómetros de casa”.

Hubo un último obstáculo —mover a la elefanta agotada a un camión que pudiera atravesar los últimos 65 kilómetros de trocha desigual— y al fin la caja llegó a una zona de campo abierto, árboles y pasto. A Sciolla se le quebró la voz al recordarlo. “Todo valió la pena cuando ves al animal, que ha pasado casi toda su vida de forma antinatural, conectando con su esencia y con lo que ella es”, dijo. “Para ella, demoró mucho”.
El convoy de Mara atraviesa una carretera justo por donde se encuentran los cultivos y la vegetación nativa.
La ruta que siguió Mara, casi 2700 kilómetros, para llegar a Chapada dos Guimarães en Mato Grosso, Brasil.
Incluso jubilada, Mara tiene seguidores.
Mara llega al fin a un espacio abierto con árboles y pasto.
Vista aérea del santuario de elefantes en Chapada de Guimaraes, el nuevo hogar de Mara

Mara rápidamente conectó con otra elefanta asiática de nombre Rana. Su vínculo fue tan instantáneo e intenso que alguno de los presentes se preguntaron si se habían conocido durante la infancia: ¿y si Rana era uno de esos tres que se compraron en Hamburgo hacía tantos años? Veira lo dudaba, pero le parecieron conmovedores los videos de Mara explorando su nuevo hogar luego de tantas décadas y del tiempo que viajaron juntos.

“Es lindo verla en un lugar como en el que siempre debió estar”, dijo. Estos días, sus familiares que siguen dedicándose a la industria del circo ya no usan animales. “Sería una locura viajar con un elefante de circo ahora”, dijo. Los tiempos cambiaron, así como el entendimiento de lo que la gente le debe a los animales.

En Brasil, Scott Blais, uno de los fundadores del santuario, vio a Mara explorar sus nuevas relaciones con los otros elefantes. “Se la etiquetó de asesina”, dijo, pero él la veía como “una bola de inseguridad”, hambrienta de interacción.

Tan pronto sacaron a Mara de su caja para que se aclimatara en un recinto del santuario, se cubrió de tierra para ayudar a regular su temperatura corporal y mantener a raya los parásitos.
Un charco turbio teñido de naranja por el suelo rojizo del santuario
Scott Blais, cofundador del santuario de elefantes.

Blais estaba trabajando en los permisos para traer más elefantes, incluidos los de un zoológico de Mendoza, Argentina, que, después de una larga serie de muertes en malas condiciones, también había decidido cambiar su propósito: cerraría las exhibiciones y planeaba mandar a los animales a otro sitio. Uno de los elefantes que más le ilusionaba reubicar dejaría su confinamiento de concreto por primera vez desde su nacimiento, hace 22 años.

Sin embargo, Blais quiere pensar que el santuario es una medida temporal, un paso hacia lo que desea sea una constante reevaluación de lo que las personas pensamos de la relación con los animales. Algún día en el futuro, imaginó, será “el día más feliz de mi vida”: el día en que no haya más elefantes cautivos con necesidad de mudarse a ese lugar.

Pero por ahora, ahí estaba Mara —fuera de la caja, el circo, el zoológico— estirando las piernas, rascándose la espalda con los árboles, haciendo una amiga.

Mara, recién instalada en el santuario, se rascó en un árbol.

 

The New York Times en Español.