Por José Luis Lanao (*)

Los muertos hablan. Se quedan enteros dentro de nosotros. Los sepultamos, pero no le sepultamos la voz. Nos siguen hablando al oído. El diálogo íntimo nació así, con una llamada al silencio. Hablar con los muertos es algo menos que una conversación, pero mucho más que un monólogo. Nos asomamos a la muerte de los otros como un acantilado mudo que sin embargo parece reclamarnos. Te dicen, nos dicen, tantas cosas. Tanto de tanto. En este inmenso sobrante de irrealidad en el que vivimos el negacionismo nos hace vulnerables de nuevo. Estamos cansados -con el cansancio mismo de una recién parida- de tanta muerte, de tanto dolor. Somos seres esculpidos de tiempo, de lenguaje y de memoria, pero vivimos de ficciones. La ficción de los dioses, la ficción del contagio, la ficción de la muerte. La ficción de este “nuevo” Djokovic que vive de ficciones invisibles. Este hombre unidimensional, de pasión inútil, de náusea “sartreana”, empecinado en hacer y deshacer su vacío desde una “existencia” que determina su esencia absoluta como individuo. Un tenista gótico que se fabricó su propio asalto al Capitolio y se invadió a sí mismo, encadenado a los grilletes del autoritarismo. Se puede vivir en un mundo de liberales necios, pero se vive peor.

¿Cuál es la naturaleza y los límites del poder que la sociedad puede ejercer legítimamente sobre el individuo? Esta es la pregunta fundamental con la que John Stuart Mill comienza su libro “Sobre la libertad”, uno de los clásicos ideológicos del liberalismo. La respuesta no se hace esperar: “solo se legitima la intervención estatal sobre conductas o acciones que perjudiquen a los demás, o provoquen daños perdurables sobre el propio sujeto que las emprende”. Esta reflexión ha pasado a la historia de la teoría política y la filosofía moral como el “principio del daño”. Debemos de saber que hemos de entender por “daño”. No cuesta mucho aplicarlo al actual debate sobre la vacunación obligatoria. Entre otras razones por que esquiva el mayor obstáculo asociado a la propuesta de Mill, el saber que hemos de entender por “daño”. Si la muerte y el contagio no pueden entenderse como un “daño”, es difícil discernir en que situación debe aplicarse. Sin embargo muchos siguen confrontando las limitaciones asociadas a la prevención de contagios con una limitación de la libertad.

Se recurre a la “libertad” a falta de otro argumento que contenga un mínimo de racionalidad. Es un concepto totémico asociado a nuestras sociedades libres, pero un valor cuya auténtica dimensión se ignora. La cuestión trasciende lo jurídico-moral y dice mucho sobre la naturaleza de la sociedad en la que vivimos. Por un lado, esa tendencia a medirlo todo a partir de la discreción individual, que la libertad del sujeto se ponga por delante de los requerimientos de la solidaridad. No solo tenemos derechos, también obligaciones. Mi derecho a la salud no puede ser lesionado por la presunta libertad de un igual a negarse a vacunar. Isaiah Berlin postuló hace años la existencia de verdades contradictorias, de fines o valores inconciliables. Según el pensador británico, existen, tanto en la vida individual como colectiva, valores estimables, dignos de ser deseados, pero incompatibles entre sí. La libertad y la igualdad son ideales valiosos, aunque no siempre fáciles de compaginar: la total libertad del poder económico choca de frente con una distribución igualitaria de la riqueza. La realidad está plagada de este tipo de dilemas.

Es necesario recorrer el camino de la vida acompañado, y no estar nunca de parte de quienes hacen la historia, sino de quienes la sufren. No somos lo que somos, somos lo que podemos ser. “De la pobreza viene mí alegría” dijo el poeta. Más allá de las sombras solo queda el abismo.

(*) Ex jugador de Vélez, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979

Fuente: Página 12