José María Malvido es infectólogo del hospital público de La Matanza. Para resistir al dolor que le impone trabajar en pandemia tiene tres salvavidas: cuando sale de la ducha juega con las toallas de superhéroes de sus hijos, mientras hisopa escucha a Los Redondos y cuando puede escribe. Este diario nació con los primeros casos de covid 19 en Argentina, es una historia clínica paralela con las vivencias del personal de la salud pública para quienes “la curva” es una marca en sus frentes, manos, labios y memoria.

Por Celeste del Bianco y José María Malvido

Foto: Ariel Timy Torres

Marzo 2020

El tiempo. Corremos y nos apuramos para evitar la desesperación que se ve en las imágenes de Europa. No descansamos, pensamos en lo que viene: necesitamos contar con los insumos, instruir al personal y conocer al virus que nos acompañará de aquí en adelante. Un enemigo no habitual. El tiempo vuela como las gotas de flugge que reparten el SARS-Cov 2 por todo el mundo en una pandemia que probablemente deje cicatrices en nuestras historias. Recibo a una pareja que vuelve de Italia, su vuelo de luna de miel termina en la sala de internación del hospital público de La Matanza donde trabajo; son derivados por Sanidad de Frontera desde el Aeropuerto de Ezeiza. Nos preparamos para nuestra población vulnerable de Puerta de Hierro y Villa Palito, pero recibimos como primeros pacientes a una pareja de turistas de Neuquén y a otra de Australia.

El poliempleo del sistema de salud nos enfrenta a los primeros casos de covid en compañeros. En soledad y en silencio, un médico intensivista recurre a todas las medicaciones que están en prueba en estos días pero su intento de autotratamiento no alcanza para evitar separarse de su hijo. Lo escuchamos ahogarse por teléfono y mandamos una ambulancia. Ahora, el mismo respirador que él controlaba le lleva aire a sus pulmones. La adrenalina y el estado de alerta se mezclan con el primer riesgo de una muerte por esta pandemia. Ahí está nuestro compañero intubado, sedado, buscando aire. De este lado trataremos de estar tranquilos y usar el tiempo necesario para tomar decisiones adecuadas. Hoy, en esa cama de terapia intensiva estamos todos.

Abril 2020

No puedo. Son las 7 de la mañana y debería despertarme, pero no puedo. Durante la noche tuve sobresaltos y me desperté varias veces con mucha angustia. Llego a la ducha después de tres intentos frustros. Ya siento ese nudo en el pecho al pasar por las habitaciones de mis hijos, vacías. Me baño y me pongo la capa de Mati o la de Alma, esas de toalla con capucha. Es un ritual muy vago, pero me hace sentirlos cerca. Lo hago. O superhéroe o princesa, lo hago. En estas semanas, ser médico infectólogo se considera un riesgo y yo estoy lejos de mis hijos.

No puedo. Prendo el auto y tomo aire. Me cuesta arrancar, me da asco, no es que esté mejor en casa solo y sin los nenes. No. Es que esta rutina más rutina que nunca me tiene realmente encerrado. Días que se repiten y se complican y se suman y cansan. Lo hago.

No puedo. Llego a la Sala 3 y la miro a mi compañera, no necesitamos hablarnos, cada uno conoce el humor del otro. Veo la lista, y fastidioso me vuelvo a cambiar. Ahora con los elementos de protección: cofia, antiparras, máscara, barbijo M95, barbijo quirúrgico, guantes de látex, camisolín y botas. Lo hago. Entro a cada habitación caminando lento, simulo caminar en la luna con el traje astronauta. Parece mentira que soy el mismo que un rato antes se sentía roto, ahí me pongo de otra manera, disfruto, amo a mi trabajo. Amo ser médico. Sin pianito de fondo, lo siento, es así. Son las cuatro de la tarde, preparo un alta mientras afuera del consultorio me espera un paciente. En el medio, almuerzo un café con bizcochos Don Satur. No estoy comiendo sano, ya me tomé cinco cafés y prometo que será el último. No puedo, pero lo hago.

Mayo 2020

Abrir y cerrar. Hoy cerré los ojos mientras caminaba en un pasillo y los abrí al chocarme con un matafuegos, de esos rojos que cuelgan… Cerré los ojos de cansancio y me llevé puesto un matafuegos. De quemado. Antiparras, máscaras, cansancio de leer y escribir, lágrimas, irritación. No puedo cerrarlos por las noches, no puedo abrirlos por las mañanas. Los ojos nos delatan. Veo las pupilas brillosas de una compañera después de derivar a la UTI a un paciente y veo pestañear a otra, como tratando de secarse las lágrimas sin las manos. Vamos como fantasmas caminando por los pasillos, cansados y dándonos ánimo.

—Odio esta profesión, no tengo más ganas de venir al hospital— me dijo hoy una neumonóloga.

—¿De qué me recibí? ¿De pelotude?—  se quejó una enfermera ayer.

Estamos cada vez más agotados de discutir entre nosotros y, a veces, los días parecen batallas campales. Peleamos por la calidad de los materiales, por cómo los administramos, por los circuitos. Extraño mi rutina laboral pre pandémica: esos días en el consultorio de Infectología o las jornadas de salud sexual que hacíamos en barrios y en escuelas con la Fundación Huésped.

Estamos agotados de tener miedo de contagiar a nuestras familias, agotados de ver morir gente. Agotados de ver cómo fracasan las máscaras de oxígeno, las técnicas de kinesiología de alto flujo y el respirador. Agotados de ver cómo se escurre el aire de los pulmones de los pacientes.

Sigo creyendo que tengo la profesión más hermosa del mundo. Pero ni siquiera hoy, estando en la trinchera nos sentimos cuidados. Tenemos entre tres y catorce años de formación y los sueldos siguen siendo bajos. Yo no quiero que me aplaudan, quiero que se laven esas manos. Quiero que en este abrir y cerrar los ojos nos cuidemos entre todos.

Junio 2020

Hoy quedamos tres personas de un equipo de diez para controlar las 43 camas de la sala.

Ana Arteaga y Vladimir Avendaño son residentes del hospital; además son pareja y dieron positivo. Son de Bolivia, tienen 31 y vinieron a terminar su formación. En su país quedaron sus hijos Enzo, de cuatro, y Anya, de tres. Nacieron en Argentina, pero en el 2018, cuando el más grande tenía un año y la nena seis meses, decidieron dejarlos en Monteagudo, un pueblito de Chuquisaca, con la familia materna porque la especialidad no les dejaba tiempo para el cuidado. Las visitas eran una vez al año y las videollamadas se convirtieron en un ritual. El 2020 iba a ser el último año de distancia, iban a pasar a tercer año y tendrían más tiempo para criarlos. Pero vino la pandemia, se cerraron las fronteras y se alargó la residencia. Vladimir fue el que peor la pasó: tuvo una neumonía grave que tardó dos meses en irse.

—Las llamadas son tristes porque lo oculto, no quiero que se preocupen, allá mucha gente se está muriendo. Los nenes me preguntaban por su papá, quieren verlo— me responde Ana en un audio de WhastApp. En el hospital nos organizamos para asistirlos, las enfermeras les llevan comida y medicamentos hasta su casa en Liniers, otros llamamos diariamente.

Julio 2020

Un día soleado y seco de invierno llegó Altagracia de 83 años. Fue mi paciente durante un tiempo largo de internación, estuvo casi 20 días. Al principio dudaba de su sensorio, la veía desconectada, no me hablaba. Le hacía chistes y morisquetas, usaba las técnicas de mis épocas de animador de fiestas infantiles, pero no funcionaban. Los adultos mayores se desorientan en las internaciones prolongadas. Un día no me banqué más eso y me propuse hacer una prueba muy poco científica: envolví mi celular con film y le hice una videollamada a la hija. Hablaron, se rieron y aparecieron otras caras. Altagracia les hablaba, le brillaban los ojos, los alentaba y les tiraba besos. Necesitaba ver los cuerpos de los que ama. Los cuerpos de los que aman se necesitan. Todos necesitábamos ponerle rostros a esas escenas, todos necesitábamos mirarnos y sonreír por su Alta y por su Gracia.

Agosto 2020

—Siento culpa— me dice Eugenia Traverso Vior por teléfono mientras escucho llorar a su bebé de 19 meses. Ella es médica clínica y juntos recorremos las salas de pacientes con coronavirus. Se contagió de Covid-19 y ahora está aislada con su familia. Son días fríos y escucho en la radio que estamos en la semana récord de contagios y que ya son 33 los muertos entre el personal de salud. No necesito leer los diarios para saber que estamos en el pico, acá hay récord de trabajadores y trabajadoras con el virus, récord de angustia contenida, récord de extrañar. Extraño el afecto, los mensajes que me hacen reír sin saber por qué.

—Culpa, qué sentimiento de mierda. ¿Cómo no voy a ir al hospital con lo necesitados que estamos de recurso humano? Vivo vestida de astronauta y me vengo a contagiar igual— sigue quejándose Eugenia. Me cuenta que tiene cefalea, vómitos, opresión en el pecho y que le gustaría estar en la cama pero que su bebé está muy intenso.

—Siento que ahí me necesitan más que en mi casa— dice rápido y me corta sin esperar mi respuesta.

Septiembre 2020

De las cosas que más me incomodan al escribir una receta es no saber si el paciente sabe leer. Eso mismo me pasa hoy al indicar aislamiento a alguien que vive en un solo ambiente con 8 personas. Cuando escucho que no es baño sino letrina. Cuando les ofrezco un centro de aislamiento y me dicen: “¿y quién cuida a mis hijos?”. ¿Qué carajo se hace con esto? No sé qué hacer. Estas personas cumplieron la cuarentena, creeme que no salieron. Hacen changas, trabajan en la calle o limpian casas. Igual cumplieron con el ASPO, te lo dicen: “Yo no salí”.

Recuerdo a Sandra Valdez, se contagió en el comedor que dirige en el barrio Giardino de Laferrere, donde atienden a 600 personas.

—Doctor, yo necesito el alta, ya estoy bien, déjeme ir a abrir el merendero, muchos nenes comen ahí. Me necesitan y yo a ellos— me dijo con tos residual luego de su internación.

Octubre 2020

Nos duele la muerte cada día. Pero antes está la vida. Siempre. En medio del coronavirus, a los codazos, fulgura el mayor acto de contacto estrecho: el nacimiento. En el comedor me cruzo con Rocío Gallovich, ella es obstetra y me cuenta sobre el primer parto con una paciente covid positiva.

—Fue como, bueno, vamos a la guerra, espero no llenarme de virus y que sea lo que Dios quiera— y me habla de los miedos a la aerosolización de la respiración, el pujo y los gritos—. Era trabajar a ciegas, con las antiparras empañadas por la transpiración. Sin poder abrazar a la mujer, solo con la mirada y las palabras— agrega.

Embarazadas que expulsan sus barbijos ante la prepotencia de la vida y caricias con guantes de látex sobre frentes sudorosas. Ese momento también fue a ciegas para la parturienta, su marido estaba aislado y ella esperaba sola, en esa sala especial, rodeada de máscaras, con la incertidumbre de no saber si tenían que aislar al bebé. Finalmente se lo pusieron a upa y lo abrazó llorando.

—Todos los esfuerzos valen la pena, nuestra tarea es asistir de la manera más humana y amorosa posible— dice Rocío.

Antes de despedirnos hablamos del “Quédate en casa”, reímos y calculamos fechas probable del parto: para diciembre llegarán los primeros “pandemials”.

Noviembre 2020

Mis compañeros están en la misma que yo con los pacientes. Gritamos y usamos las manos haciendo gestos exagerados. Esto de usar tanto barbijo y máscara hace que nuestras cuerdas vocales agonicen. Los veo tratando de generar sonrisas, inventando unos pocos minutos de relajo, de compañía, de mini felicidad. Lo hacemos estando rotos. Cada uno saca energía de donde puede, a mí me gusta hisopar con Los Redondos de fondo. La voz del Indio está ahí, me acompaña. Y a mí, me salva. Me funciona escribir y grabar un podcast. Ese ejercicio creativo me rescata de la muerte y el dolor. Me permite dejar un testimonio de lo que estamos viviendo.

Es difícil encontrar personal de salud que no tenga los dedos y las manos curtidas por tantos químicos. A esta altura duelen las manos, por ser lavadas con jabón y por ser frotadas en alcohol en gel. Pero también duelen por no ser rozadas por otras manos. Me quedan como fotos los cuerpos que cruzo a diario, encorvados y con ojeras. Otros, con sonrisas y bailes que distienden. Me quedan imágenes de nosotros llegando a casa sin querer bajar del auto, sintiendo que no podemos con lo que queda del día. Otros sin poder contener el llanto, terminando el día agotados. Lo hacemos con el resto que tenemos, con el resto que nos está dejando esta pandemia que arrasó con miles de alvéolos pulmonares, miles de sonrisas, miles de vidas… Lo hacemos con la convicción de que lo mejor que podemos hacer es acompañar.

Diciembre 2020

Me permito detenerme en esa sensación casi involuntaria de balance a la que nos lleva el fin de año. Hoy es 31 de diciembre del 2020, un año que marcará la vida de muchos para siempre. No sé bien qué termina y qué empieza, hoy no estaré con mis hijos y eso me lleva a cada día que no estuve con ellos por esta pandemia que nos hizo sentir que era malo ser contacto estrecho y que es mejor estar aislado. Esta pandemia que sacó lo mejor y lo peor de cada uno. Pienso en el padre de mi amigo/hermano y en el último día que lo vi: el saturómetro y el termómetro pedían una internación. Pana es como mi hermano, yo siento que perdí un familiar en medio de tanto esfuerzo y tantas historias y tantas vidas y tantas muertes. En una horas muchos estarán reunidos para recibir el Año Nuevo. Yo no voy a estar con mis hijos y entonces me ofrezco a atender en este día de pandemia en el que veo compras y reuniones sociales que ya no respetan distancias. Son las siete de la tarde del último día del Año del Coronavirus, mi amiga tiene síntomas y yo no tengo la cabeza en una reunión social. Decido ponerme una cofia, dos barbijos, antiparras, una máscara, un camisolín y la hisopo. Nos separamos a las nueve de la noche sabiendo que será positiva para Covid-19. En un rato muchas personas brindarán diciendo Salud. Yo pienso en mis hijos, en mis padres, en mi hermano de la vida y brindo por vos Fernando, lamento no poder haberlo evitado. Tenemos muchos brindis y mucha Salud que cuidar, solo nos queda seguir.

Enero 2021

Hace unos días me emocioné cuando desde el avión de Aerolíneas Argentinas me avisaron que estaban llegando a Rusia. El marido de una amiga scout de la infancia fue uno de los pilotos de ese “vuelo de la esperanza”. La ilusión por la campaña de vacunación se mezcla con  sentirme anestesiado para recibir lo que pueda ser alentador, quizás es el cansancio o saber que esto va para largo. El 4 de enero recibí la primera dosis de Sputnik V y puse una foto y una frase en el Instagram de @detrasdelosbarbijos: “Ir en contra de la vacunación es ir en contra de tu esfuerzo y el nuestro. Es ir en contra de cada enfermo que se recuperó́, es desconocer a cada víctima de esta enfermedad, es ir en contra de poder seguir cuidando la vida. Acá estamos, recibiendo la vacuna para poder seguir cumpliendo nuestra función detrás de los barbijos”.

Las repercusiones sobre ese instante me sorprendieron. Sin embargo hoy, a mediados de mes, se siente el impacto de las fiestas y las reuniones sociales. Son las 22.50 del 11 de enero y estoy llamando para informar los hisopados covid-19 detectables. Ya van 30 llamados. Al otro lado del teléfono escucho la voz agitada de los pacientes, oigo la tos… me desespero.

Pienso en ese avión, en un viaje cualquiera y en muchos de nosotros transformados en niños ansiosos preguntando: “¿falta mucho para llegar?”. El final del viaje no parece estar cerca, será cuestión de administrar el combustible.

Febrero 2021

Las huellas ya no están en los dedos, se esfumaron con miles de lavados de mano. Las huellas están en los ojos que vieron a pacientes ahogarse y a otros salir aplaudidos o llorando al alta. Las huellas están en las comisuras de los labios que ya están rotas por el vapor del barbijo. Y nuestro aliento… ya no sé cuántos meses llevamos necesitando aliento para seguir. Pasaron compañeros enfermos y muertes cercanas, discusiones y climas tensos. Pasaron días sin mis hijos y mil veces miré el dibujo pegado en la pared del consultorio. Esas manos estampadas con témperas azul y amarilla en un papel sobresalían detrás de la nariz a hisopar y me recordaban cada día que me debía cuidar, para cuando llegara el abrazo. Pasaron cientos de aislamientos indicados a quienes no tienen dónde aislarse y otras tantas historias que nos llenan de orgullo porque hicimos la diferencia desde la necesaria y menospreciada salud pública.

Al atardecer sonarán los teléfonos y me enteraré de los hechos lamentables que llevan al cambio de autoridades en el Ministerio de Salud. La verdad, nosotros y nosotras, las enfermeras que estaban hoy vacunando, el personal de salud y los pacientes más humildes tenemos desatendidas las noticias. Esas novedades nos afectan a todos aunque no tengamos tiempo para ver lo que está en los medios, estamos en el medio, apasionados, cansados y no estamos dispuestos a renunciar a la pelea aunque tengamos encima un año de pandemia. Seguiremos en nuestra función siendo parte de la historia, detrás de los barbijos.

Marzo 2021

El tiempo, otra vez. Las imágenes de Europa, otra vez. Vemos que allá arrasó la segunda ola y acá aparece la desesperación. Otra vez. El tiempo y el virus en un espiral indefinido. . Encontraremos oxígeno y frescura como sea.

Fuente: Revista Anfibia