Por Roberto Molinari

Llegué tarde y el único lugar disponible para sentarme estaba al lado de Eduardo a quien todos, por distintos motivos, evitaban. Los míos eran claros. No me cayó bien desde el primer día. Sus ojos eran fríos, sus gestos revelaban una violencia contenida, cierta crueldad o perversión. Pese al pedido de no fumar que propuso Esther ahí estaba, estirándose para acercar la colilla al cenicero. Lo saludé de compromiso y pude comprobar que su saco gastado despedía un olor que mezclaba tabaco y humedad. Sabía muy poco sobre él pero me imaginaba la vida de un solitario en la buhardilla de una vieja casona.

Oscar tenía la palabra y describía el naufragio de un matrimonio y el dolor que lo desgarraba. Lo dejé que contara sin interrumpirlo con preguntas que podían ser obscenas formuladas por alguien que había estado ausente en el principio de la historia. Por los silencios y los momentos en que se le quebró la voz intuí que era en vano el esfuerzo que hacía por darle un tono impersonal. Tres veces pidió disculpas y se secó las lágrimas excusándose con una alergia que le nublaba la visión. Con palabras precisas y bien seleccionadas describió una conversación entre personas que tienen poco que decirse y que perdieron toda esperanza de recibir del otro algo que era incapaz de brindarle. Un gesto de fastidio de Eduardo me distrajo y no conseguí entender si el fin de la relación incluía la llegada de un hijo. Los comentarios del resto me hicieron acordar a las frases prefabricadas oportunamente para los velorios. Miré a los demás y noté que Miriam concentraba su mirada en la taza de café y se encerraba en sí misma. Pensé en acercarme a la salida y preguntarle si estaba bien. Hasta ese día no tuve oportunidad de hablar con ella a solas y comprobar si había algo más que el encanto de una sonrisa y un par de bellas piernas.

Fabio nos sedó a todos con su descripción de una relación entre hermanos llena de guiños psicoanalíticos, cargada de reflexiones personales que dejaban entrever que debió comenzar terapia en la adolescencia y aún hoy seguía explorando. Había en él algo que me recordaba a un primo hermano a quien dejé de ver hacía muchos años. Imágenes de mi adolescencia me alejaron por unos minutos del grupo y de las primeras palabras que Doris pronunciaba llena de nerviosismo y sin dejar de jugar con su collar de perlas.

Pensé que el nivel de repulsión que me provocaba Gladys podía competir con el que me producía Eduardo. La abundancia de detalles insignificantes, su digresión, su recurrente camino a las descripciones de flores y primores, el tono de catequista, santurrona, de asistente de sacristía me hacía sospechar que tras sus modales recatados se escondía una depredadora, una ninfómana insaciable, capaz de invitarte a atravesar todos los límites convencionales y a asumir su rol de profesora dispuesta a acompañarte a descubrir tus más bajos instintos. La imaginé recatada con su esposo y desinhibida con el cura párroco. A mi lado Eduardo se veía nervioso. Encendió otro cigarrillo, aclaró la voz y nos habló sin preámbulos.

Noté que las manos le temblaban un poco, como a aquellos alcohólicos que llevan horas de abstinencia y están al límite de sus fuerzas. El silencio nos envolvía y de alguna manera misteriosa nos hermanaba. A diferencia de lo que ocurrió con los demás cuando hablaron todos quedamos estáticos, hipnotizados por su figura y su voz firme. Tomó un sorbo de café casi frío y nos condujo como a presas a un oscuro laberinto. Allí, frente a nosotros, sin ningún tipo de remordimiento estaba sentado un asesino. Me pareció que disfrutaba de la emboscada a su víctima, de tomarla por sorpresa, de percibir su miedo para hundir una y otra vez su puñal y cobrarse una traición. Tuve miedo. Lo noté en trance, excitado y peligrosamente violento. Los detalles para borrar las huellas del crimen que había cometido certificaban su premeditación, su trabajo de inteligencia y su fría eficacia. Nadie supo que decir cuando concluyó y nos miró a los ojos. Oscar aplaudió. El resto nos sumamos a los aplausos después.

Me costó salir del trance y me despabiló el viento frío al atravesar la puerta del bar rumbo a la calle. Cuando encendí un cigarrillo Miriam se subía a un taxi y con él se esfumaba mi oportunidad de hablarle. Eduardo pasó a mis espaldas y dijo algo parecido a un saludo que correspondí. Ese tipo oscuro y despreciable había traído al taller el mejor cuento de la noche.

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