Hace dos décadas, la ficción de Bruno Stagnaro mostró una Buenos Aires fantasmal que marchaba al colapso de diciembre de 2001. Pero detrás del retrato crudo de la marginalidad, hay una historia de iniciación juvenil que trasciende las épocas.

Por Pablo Plotkin

–Soy un fracaso. Tengo 24 años y no sé para qué carajo estoy acá –dice Ricardo Riganti mirando el cielo sin luna de Buenos Aires.

–No te hagas problema que somos cuatro –le responde el Pollo.

Ese pequeño diálogo entre los personajes de Rodrigo de la Serna y Diego Alonso no es el más recordado de Okupas, pero tal vez sea el momento que mejor capta el espíritu de la serie. Más que las corridas, los tiros y las rondas de cocaína; más, incluso, que la legendaria y pesadillesca secuencia del “mascapito”, el intento de violación a Ricardo a manos del Negro Pablo (Dante Mastropierro) y su banda en un aguantadero de Dock Sud. El intercambio ocurre una noche sobre la calle Corrientes, casi al final del episodio 6 (“Los mantenidos”), y con esa epifanía simple Ricardo se mete en el clímax de la historia: no sabe para qué carajo está en esta vida, y va a tratar de averiguarlo.

Pasaron 21 años desde que la televisión pública puso en el aire Okupas, que próximamente tendrá su relanzamiento vía Netflix en versión remasterizada. A lo largo de estas dos décadas, a través de un par de reposiciones en otros canales de aire, la circulación de copias en VHS y DVD y finalmente en la resolución ultrabaja con que se ve en YouTube, la miniserie de Bruno Stagnaro creció como fenómeno de culto para un par de generaciones. A pesar de haber surgido del corazón de la industria –la productora detrás era Ideas del Sur, de Marcelo Tinelli–, Okupas mantuvo ese halo de credibilidad callejera que le dio su matriz narrativa: un registro crudo, por momentos cercano al documental, que mostraba una Buenos Aires despedazada en la matiné del colapso; un elenco conformado por actores profesionales no tan conocidos y otros que jamás habían pisado un set; diálogos realistas y chispeantes, personajes inolvidables y un acercamiento diferente a la marginalidad, sin solemnidad ni juicios morales, pero sin un ápice de glamour gangsteril. En el reinado global de Tarantino/Guy Ritchie, y con la TV local dominada por el costumbrismo post-Gasoleros, Okupas se coló como el sueño vívido y espeso de una clase media en el purgatorio, y tenía en el personaje de De la Serna a un Dante porteño y slacker, un pibe del corredor norte de la Capital que acaba de dejar la carrera de Medicina y quiere romper con su herencia. Es un héroe torpe y contradictorio, un chorro aspiracional que en el comienzo encuentra una nueva familia: el Pollo, Walter (Ariel Staltari) y el Chiqui (Franco Tirri), un bandido con códigos y dos lúmpenes surfeando una adolescencia extendida.

Okupas representó el desembarco en la televisión del Nuevo Cine Argentino. En 1998, Stagnaro y Adrián Caetano habían estrenado su ópera prima, Pizza, birra, faso, una película independiente que seguía las peripecias de un par de delincuentes jóvenes por la ciudad de Buenos Aires, con los alrededores del Obelisco –acá fue cuando Ugi’s se convirtió en ícono– como territorio fantasmal. El éxito inesperado de Pizza, birra, faso provocó que Claudio Villarruel, productor ejecutivo de Ideas del Sur, le pidiera a Stagnaro algún proyecto de ficción. Stagnaro bocetó una sinopsis y le mandó tres hojas por fax, pero la idea quedó encajonada hasta que, tiempo después, las nuevas autoridades de la TV pública le pidieron a la productora de Tinelli alguna ficción de calidad para prestigiar una pantalla en decadencia. Después de la escandalosa intervención de Gerardo Sofovich durante el menemismo, el ala cultural de la Alianza, liderada por el ministro Darío Lopérfido, había llegado a ATC con aires de refundación: hubo cambio de nombre –volvió a ser Canal 7– y un intento de ordenar las cuentas y redefinir la impronta artística de la señal. Los dos programas emblema de esa búsqueda salieron de Ideas del Sur: Todo x 2 pesos y Okupas.

Más allá de la estructura que la respaldaba (una productora líder y el canal público), el rodaje de Okupas fue más parecido al de una producción independiente de bajo presupuesto, porque de hecho el presupuesto era bajo. Stagnaro había decidido filmar mucho en la calle, con cámaras a veces ocultas para capturar la atmósfera real de Buenos Aires –la zona céntrica y el conurbano sur– en condiciones bastante precarias. Esther Feldman, que trabajaba en Ideas y se sumó al equipo de autores con Stagnaro y Alberto Muñoz, la recuerda como una grabación “épica”, de convivencias largas, noches sin dormir, extras sacados de la galera (la mítica anciana fumadora de la escena del mascapito, por ejemplo, era una señora que andaba casualmente por ahí), caos y camaradería. “Terminábamos de escribir el guión en los bares mientras la serie se estaba filmando”, dice Feldman. “Eran libros vivos. Teníamos los cinco primeros capítulos definidos y después íbamos trabajando sobre el rodaje. Tal vez el tiempo me haya dejado una mirada muy romántica, pero el producto fue tan interesante y el proceso tan duro, que lo recuerdo como una experiencia única”.

Mientras tanto, la Argentina marchaba a la explosión de diciembre de 2001. No existía el kirchnerismo ni el macrismo, pero ya se leían entrelíneas. El rock todavía reinaba, los Redonditos de Ricota estaban a punto de separarse y Cromañón aparecía en el horizonte sin que nadie se diera cuenta. Los Okupas representaban a esa generación que protagonizó el rock barrial de los 90 –con Walter como el prototipo rolinga y comic relief de la serie–, pero la banda de sonido –a cargo de Jean Pierre Noher– era un compendio de clásicos del rock de los 60 y 70: Almendra, Pescado Rabioso, Beatles, Stones, Hendrix. (Con la reglamentación de derechos para plataformas, el uso de muchas de esas canciones tiene un costo demasiado alto, por eso la versión Netflix tendrá soundtrack original de Santiago Barrionuevo, cantante de Él Mató a Un Policía Motorizado.)

A lo largo de sus once episodios, Okupas muestra los conflictos de clase de esa Argentina en el borde. Desde la primera escena, con el desalojo de una casa tomada por parte de la Policía Federal, hasta la historia de amor entre Ricardo y Sofía (Rosina Soto), la ficción no esconde las tensiones derivadas del punto de vista de clase media desde el que está narrada. En una escena Sofía le dice a Ricardo, turista de la marginalidad: “Para vos esto es como unas vacaciones raras, para mí es la vida normal”. El mismo recorrido –el héroe burgués transformado por un submundo al que no pertenece– es el que usó, en 2002, el otro director de Pizza, birra, faso, Adrián Caetano, para dirigir Tumberos.

El año pasado, en una entrevista con Caja Negra, De la Serna hablaba de Okupas y del efecto que todavía produce. “Lamentablemente –dijo–, hasta que no cambie el paradigma que empuja a millones de personas a la marginalidad, Okupas seguirá vigente”. Es tentador relacionar esa vigencia con la saga de crisis argentinas, que siempre nos entrega nuevas y deprimentes temporadas. Pero si Okupas trasciende hasta hoy no es tanto por haber llevado lo marginal al mainstream, sino por haber construido personajes memorables y un relato convincente. “Okupas es una historia de iniciación –dice Feldman–, como El guardián en el centeno de Salinger. La vigencia está más dada por este periplo del héroe, su inmersión en la oscuridad, el aprendizaje de la primera juventud, la constitución de una nueva familia, más que por lo estrictamente marginal”.

Visto desde el presente, el viaje del personaje de De la Serna proyecta también el fade-out de una época por esa ciudad con cabinas verde Telefónica, los celulares con tapita, el cigarrillo del deseo dentro de un Camel box, los fichines, las petacas, la promesa de una planta de cannabis en un baldío secreto, antes de la llegada de los grow-shops y las semillas potenciadas. Pero esos elementos, al igual que las armas y los pasadizos de una casa que parece expandirse como el tórax de un monstruo, son elementos accesorios del corazón de Okupas, que en definitiva es una historia de amistad, pérdida y búsqueda del sentido. Esa pregunta que se hace Ricardo y que resuena en la cabeza de todos: para qué carajo estamos acá.

Fuente: elDiarioAR