No sé si lo escuché decir, o ahora que estoy muerta lo estoy soñando. Siempre se deja una huella en la vida. Pero mis huellas, aunque no me avergüenzan, son muy extrañas. ¿Quién podrá descifrarlas? Soy apenas una sombra de hollín en una pared, bajo un viaducto. Permaneceré unos días, difusa e informe. Si ese manchón que yo fui tiene suerte, se prolongará todo lo que la prisa de los empleados de limpieza disponga. No me sorprende mi muerte porque si algo puedo recordar, con el esfuerzo que eso significa, es una precaria casa de chapas en un barrio lejano. Por lo menos, muy lejano de este viaducto que ahora me acoge. No es lo mejor, pues si se entiende una casa como protección del viento, del frío, de la lluvia o del fuego, solo un pobre puñado de esas cosas me tocó en suerte. Bajo el viaducto no llueve, pero hay mucho viento. El frío está contenido por algunas frazadas, y cuando pasa el camioncito de la Asamblea, hay un plato de comida y me preguntan si preciso algún abrigo. ¿Ir a un Albergue? Estuve, pero me recordaba a una cárcel.

Alguien como yo recuerda cárceles, encierros. Cierta vez tuve una ráfaga de inspiración, y sin saber si hacía bien o mal, me fui. Qué bueno sería si la ciudad fuera una vivienda. Puentes, plazas, zaguanes. Pero hay que acostumbrarse al paso de los automóviles, uno tras otro, que producen un pequeño temblor acompasado en el puente de hormigón. Me sirven de reloj, es mi minutero, mi vida pasa al compás del tiempo que marcan los neumáticos sobre la raya alquitranada. El tiempo es diferente siempre. Recuerdo una escuela y alguna vez que canté una canción, y siempre que pienso en ello me siento feliz. Febo asoma decía. Solo eso me ha quedado, y también saber que Febo es otra manera de llamar al Sol. Acá, bajo el viaducto, no veo ningún sol, solo me consuela Febo, que es mi amigo y si tuviera un perrito, como tienen en general los que ahora están recostados como yo sobre la vereda, entre unos tarritos, uno platos y una olla renegrida, le pondría como nombre Febo, Febo vení para acá, anda para allá, no duermas encima de mí. Pero aquí el sol no asoma y yo no puedo explicar porque llegué hasta aquí.

Todas las imágenes de mi pasado están borrosas, la villa, los pequeños negocios, los golpes que recibía en cualquier lugar en que intentaba ponerme. Abandoné y me abandonaron, recibí la ofrenda de cachetazos que no podían ser desviados. Era habitual ver tanto la solidaridad como el grito destemplado, la ayuda mutua como la orden de riesgo. “Y si no, andate a dormir al Viaducto, hay muchos en la Ciudad”. Hice más que ir a dormir, conocí el fuego sobre mí. Se proyectó mi cuerpo ya desvaído sobre esa pared, quedó una mancha que parece de alquitrán, pero fue mi contorno, mi perrito ilusorio y el propio Febo lo que quedó en ese frío cemento, rociado por lo que yo fui. A veces los cuerpos tienen un contorno que cuando desaparecen, siempre se respeta, aunque sea en forma tosca, dibujado sobre un cartón, lo que le da mayor dramatismo. Brazos abiertos, piernas distanciadas, una cruz los brazos y un ángulo las piernas. Pero el mío fue puro carbón; eso sí que no sabía. Que una vida se carbonice, es sorprendente.

Al principio se siente mucho calor, es insoportable pero dura poco, luego el fuego hace tranquilamente su trabajo hasta que alguien llama a los bomberos y limpian todo menos mi conciencia de hollín debajo de la ruta donde pasan muy rápido los autos. Lo que no me explico, ya que fui expulsada de un villorrio, alguna vez de una escuela y muy pocas veces recibida como persona, es por qué razón alguien eligió no solo expulsarme otra vez, sino disolverme usando el fuego. ¿Es que mi cuerpo precisaba esa gasolina, que primero la sentí fría y con el olor de riesgo que se siente en las estaciones de servicio? Sentí los pasos del que se acercaba con un bidón, luego un encendedor con su seco chasquido, como el de quien enciende un sigiloso cigarrillo. Y luego, les aseguro, un intenso dolor, pero muy breve. No me impidió escuchar los pasos de alguien que salía corriendo. ¿Quién decidió quemarme viva? Ahora que soy solo unas gotas de cenizas que ennegrecen la pared puedo hacerme las preguntas de mi destino. ¿Quién podía odiarme hasta ese punto si yo no tenía nombre y sigo sin tenerlo? ¿A quién insultaba mi cobija raída? Los que me dijeron andá al Viaducto, querían denigrarme, pero no me hicieron pensar que allí había sesiones de quema de cuerpos, que personajes nocturnos veían en los pobres una herejía y en los humillados una falta de fe.

No sé rezar, pero a alguien tengo que preguntarle por qué me mandaron a la hoguera en mi dormitorio, recorrido por el viento gélido de un barrio porteño. ¿Fue una persona en representación de otras personas, que en una noche de maldición deciden cuántos cuerpos se deben desechar? Si me dicen que fue la Ciudad entera que llamó por mi suplicio, no lo creo. Desde estas paredes desde las que hablo, donde me mandó transitoriamente el combustible, me quedo pensando quién fui antes de ser humo oscurecido. Si no les molesta, les dejo mi habitación al aire libre. Pero intuyo con mi última partícula incendiada, que esta Ciudad se va hundiendo en su pandemonio del odio. Toda ciudad contiene partes que abrigan un deseo criminal. Algunos ven sus tanques de nafta, y les pasa por la cabeza una ráfaga de limpieza racial. Deliciosa manera de vivir con imágenes inusuales que en general consiguen apartar de la acción, pero no de sus conversaciones desatinadas.

Pero hay alguien que se anima, que se sintió turbiamente inspirado por el olor a crematorio y pobreza. Por mí, no se preocupen, duraré un par de días más extendida como polvillo sufriente sobre un muro inexpresivo. Aprendí aquí mismo que no se sabe entender del todo a una ciudad si no se desciende al último escalón, el más sórdido del alma humana. El humo pegajoso que ahora me lastima sobre la pared anónima que me aloja, aquí donde ahora yazgo, hace que los diarios digan que soy la anónima mujer quemada, un alma abolida por una simple llama que incendió mi cuerpo odiado. ¡Viandante, observe la pared! Quizás ya no hay partículas de mí, pero yo ya soy otra, ya estoy envuelta en una interrogación que sale de la sangre que ya no tengo. ¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas tinieblas del corazón a hacer brasas de una vida? Parece un deporte gratuito de señoritos o la necedad de abominables alfeñiques. Pero allí están, caminan subrepticios, con el bidón en las manos y la muerte en el corazón.

Por Horacio González – Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.

Fuente: Revista La Tecl@ Eñe