El Covid hizo que a toda la desgracia conocida cuando una enfermedad toca de cerca se le sume otro aditivo: las personas que requieren internación tienen que estar “solas”. Celeste del Bianco habló con intensivistas, infectólogxs, kinesiólogxs, enfermerxs pediátricos. Hilvana testimonios de trabajadorxs de la salud que desmienten que lxs internadxs por el virus estén solxs. Y que demuestran que el cuidado de calidad es parte de una atención médica eficiente.
Por Celeste del Bianco / Foto Emiliana Miguelez
“La enfermedad es el lado oscuro de la vida, una ciudadanía más cara”, escribió Susan Sontag en su ensayo-testimonio cuando fue diagnosticada de cáncer por primera vez. Así graficaba el viento de frente que se cuela en los poros y acapara toda la atención cuando una enfermedad toca de cerca. Y el “todo bien” se vuelve muletilla de otrxs. Hasta que ese mundo paralelo de pasillos, jergas, horarios y caras nuevas se empieza a volver familiar y transmite una ambigua sensación: ¿sentimos que sólo ahí estamos a salvo, que sólo ahí empatiza nuestro nuevo idioma? ¿O entramos en simbiosis con esa oscuridad, podemos mirar a los ojos a la muerte sin morir (tanto) de miedo? Qué importa. Quién sabe.
La coyuntura pandémica es tremendamente grave. El Covid hizo que a toda esa desgracia conocida se le sume otro aditivo: las personas que requieren internación tienen que estar “solas”. En esta nota hilvanamos testimonios de trabajadorxs de la salud que desmienten que lxs internadxs por Covid estén solxs. Y que demuestran que el cuidado de calidad es parte de la eficiencia en brindar una atención médica.
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A cama caliente. Así están en el Hospital Iturraspe de Santa Fe. Apenas arrancó mayo y Lorena Gorosito, enfermera en el Bloque D, ya atendió a dos mujeres embarazadas que pasaron de la sala común a terapia. Están intubadas. El equipo médicos monitorean el desarrollo de los bebés de 29 y 32 semanas. El sábado Lorena acompañó a una de ellas: lloraba porque estaba sola, a 266 kilómetros de su familia que se quedó en Ceres, al norte de la provincia. Respiraba con la ayuda de una cánula de alto flujo. Tenía miedo por su hijo. Como si fuera un síntoma de la segunda ola, Lorena comprueba cómo, en cuestión de días, la mayoría de los pacientes Covid pasan a cuidados intensivos, incluso directamente desde la guardia. “El año pasado, la mayoría iba y volvía. Ahora no vuelven”, dice.
“¿Sabés lo que es tener un paciente que no puede moverse porque empieza a desaturar?”, pregunta sin esperar respuesta. Le pasó de interrumpir el baño de dos personas porque mientras los movía se iban quedando sin aire pese a estar con máscara de oxígeno. “Ya no pueden pegarse un bañito, una ducha en la cama. Es muy, muy, muy triste.” Por momentos Lorena se cuestiona si está siendo egoísta con sus tres hijas. Se responde que no, que tiene que dar esta batalla. No tendrá la cura pero tiene manos para acariciar y sostener en momentos de incertidumbre.
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—Ayudame a respirar. Hacé algo. Por favor — intenta decir el joven. Estuvo así toda la noche. Tiene sueño pero no duerme. No se puede acostar porque el oxígeno que le llega a los pulmones es apenas un hilito. Tiene 30 años. Está sentado en el borde de la cama; sus piernas no llegan a tocar el piso, tiene los brazos apoyados sobre el borde y lleva máscara de oxígeno.
“Ayudame a respirar”, le dice a Fernando Rosenzweig cada vez que entra a la sala de Internación General del Sanatorio Méndez de Caballito. Fernando tiene 47 años, cuando tenía la edad de ese paciente empezó a trabajar como enfermero. Nunca había vivido algo así, nunca había visto gente intubada hasta en el shockroom de la guardia, nunca había que chequear en un “ranking” de pacientes” para ocupar las camas de Terapia Intensiva. Hoy, cinco de los seis pisos del edificio de la Avenida Avellaneda al 500 están tomados por el coronavirus.
“Uno está acostumbrado a ver de todo. Pero el daño que hace este virus es horrible. Veo a tanta gente muy joven que no puede respirar y que no tenés a dónde derivarla. Camas no hay.” Hay noches en las que Fernando no duerme, tiene fiebre y dolores abdominales punzantes, secuelas del contagio del año pasado. Entonces llora. Con su hijo de 20, que vive con su mamá, sólo lo encuentra si es en una plaza.
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Ayudar a respirar. Eso hace Sofía Padilla. Es kinesióloga pediátrica e intensivista, tiene 38 años y trabaja en dos hospitales públicos y en un sanatorio privado de la Ciudad de Buenos Aires. “Me asusta mucho más esta segunda ola. Estamos desgastadísimos”, dice.
Entre mareas que van y vienen, en su cabeza se repite la imágen de una nena de 16 años internada con un cuadro grave. Dos virus: SARS-CoV-2 y Epstein-Barr. Coronavirus y mononucleosis. Neumonía bilateral. Quince días de fiebre persistente y líquido en los pulmones que traba el oxígeno. Analgésicos y bloqueantes neuromusculares para que el cuerpo no interfiera con el respirador. Astenia, debilidad muy fuerte. Quince días de inmovilidad y sedación. “Fueron semanas de mucha incertidumbre, desconcierto y decisiones difíciles. Por momentos estabas entre la vida y la muerte o pensando en alguna posible secuela. Finalmente, la nena se fue caminando. Hermosa”, cuenta Sofía.
Antes, en el despertar, entre las dos hicieron ejercicios de fortalecimiento y elongación. Cuidados pausados para volver a manejar el aire sin fatiga, para recobrar la energía del habla y mover el cuerpo.
Mientras relata, Sofía conjuga el verbo desgastar de diferentes maneras. La desgastan meses de trabajo intenso, el insomnio, no saber si su hijo Mateo de 4 años tendrá clases o no y también la incertidumbre laboral. “Cada tres meses estás pensando si el contrato se te renueva o no, eso te genera el doble de cansancio mental”, dice.
Busca fuerza en experiencias anteriores y se acuerda de Margarita, de 62 años, tres meses de internación. Salió del hospital canulada y con ayudamarcha. Todavía le manda videos de su recuperación por WhastApp. ‘Gracias por acariciarme la cabeza’, le escribe.
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Es mitad de abril y en el Sanatorio Rivadavia de San Miguel de Tucumán los casos llegan de manera inesperada como la erupción de un volcán que no avisa. La sala de internación común completó las 38 camas con pacientes Covid. En Terapia Intensiva, de dos saltaron a quince. Todas con oxígeno.
Marisa Benavente es infectóloga y está angustiada. Dice que otra vez a pelearla. Ya recibió las dos dosis de Sputnik y eso le devuelve algo de paz. Come poco y fuma mucho: pasó de cinco a veinte cigarrillos diarios. Ahora intenta dejarlos, sus hijas la cuidan: “Mami, no te va a matar el Covid pero te vas a matar vos”.
Marisa vio morir a amigos.
— Gerardo querido, ya no da para más. Necesitás descansar, te tenemos que conectar— le dijo a su amigo ginecólogo después de insistir varias veces con la intubación.
—Marisita, siento que de ésta no salgo. ¿Sabés? Siento que de esta no salgo— dijo el hombre y lloró.
—No digas eso, vas a salir, tenés toda la buena voluntad— respondió ella y lo abrazó rompiendo los protocolos.
Lo durmieron, lo conectaron, pero no salió.
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Por día, Claudia López ve a 30 pacientes. Pero ninguna atención la agotó tanto como cuando junto con tres colegas pasaron ocho horas seguidas al lado de una cama intentando oxigenar a una persona que estaba muy grave. El hombre hacía broncoespasmos, lo medicaban, lo rotaban, lo reanimaban. Lograron estabilizarlo. Mientras buscaban la forma de conectarlo al respirador tuvieron que reanimarlo cinco veces, el corazón entraba en paro. Además del cansancio, a Claudia le quedó ardiendo la piel que rodea los ojos y la nariz y se le hincharon las piernas.
Tiene 36 años. Coordina la Terapia Intensiva del Hospital Rawson de Córdoba. En el último mes y medio, cinco compañeros médicos renunciaron. Los menos por proyectos nuevos, otros porque no soportaron el ritmo. Los más jóvenes hicieron una o dos guardias y no volvieron más. Encontrar especialistas en intensivismo es tan difícil como conseguir vacunas. “¿Segunda ola? Acá no tuvimos descanso. Cada vez me pesa más, ha pasado el tiempo y hay cosas que no han mejorado.” Le cuesta la distancia con su familia que vive en Catamarca tanto como llegar a su casa y no poder correr abrazar a Nano, su hijo menor.
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Decúbito prono: maniobra que se usa en el peor escenario de la insuficiencia respiratoria para que la sangre llegue a zonas poco oxigenadas. Se requieren al menos cinco personas para girar al paciente boca abajo prendido al respirador. Es un trabajo sincronizado, los movimientos deben ser precisos para que no se desprenda la vía. Antes de la pandemia, se usaba solo en casos muy severos.
“Cuando eso ocurre con una sola cama, es manejable. Ahora, si tenés 14 pacientes Covid y están todos en esta situación… imaginate. Por eso, cuando los trabajadores de salud le pedimos a la población que se quede en casa es porque estamos muy agotados.” La que habla es Ana Laura González, médica intensivista y directora asociada del Hospital San Martín de La Plata, donde la ocupación de camas de Terapia superan el 90% de ocupación.
Ana Laura se siente dentro de una película repetida, a la que llega sin descansar. Dice que vive en una montaña rusa de emociones: “Es como ser un maníaco depresivo, por momentos estás en el pico, a full, pum pum pum y cuando tenés un minuto para respirar es el desconsuelo”.
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Leandro Bárcena es kinesiólogo, tiene un rol clave en esta pandemia. En la pronación pero también en el después, cuando la entrada del aire deja de ser asistida y se necesita mover los músculos. Tiene 40 años y trabaja en el Hospital de Rehabilitación Respiratoria María Ferrer, en Barracas. El edificio se creó en 1956, durante la epidemia de poliomielitis. Leandro ventila pacientes en la primera Terapia Intensiva del país.
“Todo el tiempo tengo el fantasma de que nos vamos a quedar sin camas. Durante la primera ola, esa incertidumbre era una especulación. Ahora es un fantasma sobre la práctica. Che, ¿esto donde va a parar?”, se pregunta.
Los días que tienen un minuto para parar y charlar, con sus compañerxs intentan ahuyentar los recuerdos dolorosos. Como el día en el que le dijeron a un joven de 30 años recuperado que su papá había muerto. Los dos habían entrado en Terapia. “Cuando pasó a la sala preguntaba por el papá, pero como estaba muy al borde, recién salido del ventilador, no se le dijo. Cuando estuvo un poquito más fuerte le contamos, pero fue muy bravo, un bajón. Una escena de mierda”.
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—¡Yo te pago el sueldo!
Eso le gritó un hombre a Mariana Golikow mientras le ponía una máscara de oxígeno a una mujer de 40 años que llegó a la guardia sin poder respirar. El hombre estaba en la fila del triage (el lugar donde se clasifican a los pacientes) del Hospital Posadas, en Haedo, donde desde hace unas semanas la gente con síntomas empieza a hacer cola desde las cinco de la mañana.
— ¡Yo te pago el sueldo!—, le volvió a gritar porque le dio prioridad a la mujer que llegó más tarde y sin aire.
“Nos desgasta tener que elegir a quién atender primero porque todo colapsa. Hay poca empatía”, dice Mariana Goliko . Es infectóloga, tiene 44 años y trabaja en la Guardia. En las últimas semanas vio como personas con obra social llegaban de madrugada al hospital público ante la saturación del sector privado. Días atrás, descubrieron a un joven de 32 que se hizo pasar como personal de salud para recibir la primera dosis. Su hermana farmacéutica había anotado a los cinco integrantes de la familia como personal esencial. No fue un caso aislado.
Durante el día, cruza una callecita interna que conecta la Guardia con el Centro de Vacunación. En ambos hay filas, una por casos sospechosos y otra, para la inmunización. “Es tremenda la diferencia de edad entre las personas de las dos colas y también es diferente la actitud. En una carpa teníamos a gente mayor llorando porque se vacunaba e iba a poder salir de la casa después de meses. Del otro lado veías gente con un promedio de 30 años haciendo la fila y toda amontonada. Eso satura”, cuenta.
“Emocionalmente estamos abatidos y esto recién empieza. No somos héroes, somos personas que tenemos familia y también nos asustamos”, cierra Mariana.
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Ramiro Romero entra a la habitación vestido de astronauta, en el pecho lleva una foto con su nombre. Abre la puerta tarareando alguna canción infantil o agitando brazos y piernas con gracia, sus movimientos están limitados por el Equipo de Protección Personal. En la cama, hay miradas infantiles que transmiten asombro o miedo. Algunos ríen y cantan. Otros están febriles y llorosos, sin ánimo. En las habitaciones individuales con espacio para una persona adulta, hay madres aisladas que acompañan. Muchas de ellas llegan de las provincias. Nadie puede salir. En el televisor rotan los dibujitos. También hay cuadernos para colorear. Las estrategias del personal de salud para no dejar de sostener. Como la semana pasada, cuando Ramiro y una compañera se disfrazaron de payasos y recorrieron los pasillos. Desde lejos, animaban a esos pequeños pacientes aislados.
Ramiro levanta la vista, detrás del tubo de oxígeno está la ventana que da a la Plaza La Vuelta de Obligado, sobre la Avenida Brasil. Es un domingo soleado y el lugar está lleno de gente reunida, jugando al fútbol, sin distancia social ni tapabocas. Baja la mirada, agarra algún chiche y vuelve a jugar con el pequeño paciente.
Tiene una imagen recurrente: padres y madres con lágrimas de alegría al escuchar el resultado negativo del hisopado.
Ramiro tiene 38 años y es enfermero del sector Covid del Hospital Garrahan. Es “franquero”, trabaja los fines de semana, pero en abril lo llamaron para cubrir más turnos. Ya se abrieron cuatro salas exclusivas para el coronavirus. Ni en el pico de la primera ola tuvieron tantos pacientes internados, los casos se duplicaron. “Los padres lloran frente a nosotros, y no podemos abrazarlos. Los nenes también están asustados y los contenemos como podemos, solo con palabras.”
Fuente: Revista Anfibia