Una doctora anónima (@anonmehicieron), que se define como «médica puesta en mute. Escritora por pasión y por obligación. Firme combatiente de las injusticias y que por eso no me puedo callar», narra distintas «cosas que pasan en la guardia». Protagonista hace unos meses de La jarra loca relata, esta vez, la angustiante asistencia a una pequeña de 4 años que llegó de urgencia al hospital con un corte en la sien.

La trae en brazos y ella, a su muñeca. Las tres tienen un tapabocas de Minnie que baila y larga corazones por los ojos. A la nena le queda más grande que a la muñeca. La madre la tiene envuelta a lo pulpo y ella se queja con un “ta muy fuerte” mientras intenta zafarse. Se ve que la mamá aprieta más, porque se resigna y apoya sobre el hombro materno su cabecita envuelta en un repasador teñido de ese rojo amarronado que hace que se me frunza todo. No llega a los cuatro años.

–Es urgente –grita la madre.

Bajo la cabeza mientras miro alrededor: está todo lleno. Busco a los pediatras, a ver si tienen lugar. El de los anteojos cuadrados me informa que su compañero está con un nene que no para de convulsivar y que tiene que preparar todo para intubarlo por si fuera necesario. Le deseo suerte y sigue en lo suyo. Yo miro al techo y ruego para que todo vaya bien.

Vuelvo y evalúo a los de las camillas del pasillo; amontono dos borrachos en una. Escucho un golpe seco de cabezas seguido de un “la puta madre” y un “te voy a matar”. Miro al de seguridad para que se ocupe. Se acerca lento y les pide que se comporten. Obtiene un par de gruñidos y otras tantas puteadas. Se mantiene sereno –no entiendo cómo– e insiste. Ahora, además de puteadas, recibe amenazas ante las que informa que va a llamar a la policía y gira hacia su escritorio. Los borrachos lo apremian a que lo haga y se ríen; parece que se volvieron amigos. Él se sienta, saca el celular y se sumerge en la pantalla.

–Te estamos esperando… –escucho una voz femenina a mis espaldas. Suena entrecortada y cargada de bronca.

Giro hacia ella. Es la madre del tapabocas de Minnie. Sigue con la nena en brazos y con la mano semi-libre maneja el celular.

–¿No entendés que se abrió la cabeza? –sigue.

Rocío la camilla que despejé con el pulverizador de alcohol que un enfermero se armó con un envase de limpiavidrios celeste. Paso un algodón. Sale con una mezcla de negro, marrón y rojo oxidado que no se termina más. Huele a una mezcla pis que no es de gato, vómito y caca. Repito el proceso tres veces.

–¿Ya está? –me apura la mujer que acaba de colgar.

Levanto la mano y le pido que espere un segundo. Busco un camisolín de los celestes finitos y lo pongo a modo de cubrecamillas. Recién ahí le indico que ubique encima a la nena. Inclina el cuerpo hacia la camilla, con la criatura prendida a lo mono y la apoya sin terminar de soltarla. Mantiene una mano detrás de la nuca y con la otra le acaricia la frente. La nena sigue prendida a ella con las piernas. Le hago señas al enfermero para que me de una mano. Ya me veo que revisarla no va a ser nada fácil, menos que menos suturarla.

–¿Paquetito? –se acerca. (Habla de envolverla en una sábana que le sujete los brazos a los lados del cuerpo para así evitar sus manotazos).

–¿Hay sábana? –le pregunto segura de que no, o al menos no para eso.

–Consigo –se aleja.

Me presento ante la criatura –extremadamente blanca y de unos ojos grises dignos de algún animal exótico– y le pregunto su nombre. Suena a bisabuela, pero resulta tierno.

–¿Qué pasó? –le pregunto.

–La puerta nos hizo pupa –contesta mientras me muestra a su muñeca y se toca el repasador.

Tiene la mano cubierta en sangre, pero no parece notarlo.

–¿Puedo mirar? –le señalo la cabeza.

Hace que sí mientras la madre la abraza. Le pido permiso a la mujer y apenas me da algo de espacio.

–Va a estar todo bien –le digo a la nena y enseguida miro a la madre.

Voy aflojando el repasador. No está pegado. Lo saco y unas cuantas gasas cubren la herida. Levanto el trapo, le señalo el tacho a la madre pidiendo permiso y, apenas hace que sí, lo revoleo y encesto.

Las gasas sí que están como un cascote contra la cabeza de la nena. Las mojo con solución fisiológica y las voy sacando despacio. Justo vuelve el enfermero.

–Ni por asomo –larga mientras hace que no con la cabeza. Su resoplido se escucha por atrás del barbijo.

Era obvio, pienso.

Agarra un pañal, se pone un par de guantes y lo coloca bajo la cabeza de la nena.

–Despacio –protesta la madre.

Él gira hacia mí con los ojos demasiado abiertos los cuales revolea. Ladeo la boca, sin reparar en el barbijo, y pasa a la nena.

–Me dijo la doctora que vos te vas a portar muy bien… –le dice.

–No te dijo nada –ella prolonga la primera A–. Si estaba acá conmigo… –se ríe.

–Hablamos con la mente –insiste él.

La nena se lleva las manos a las mejillas y me imagino su boca abierta del asombro.

Yo mientras termino de despegar las gasas, agradecida por la ayuda.

El tajo es grande, estrellado hacia atrás y lineal para adelante. Avanza sobre la frente incluso, aunque no más de un centímetro. La madre, apenas lo ve, saca de nuevo el teléfono y marca.

–Vení YA –casi grita apenas atienden– Venís o no nos ves más la cara –insiste y corta.

El enfermero me mira con los ojos bastante abiertos de nuevo. Yo levanto los hombros y vuelvo a la paciente.

–¿Vamos a arreglarte esto? –arranco.

Ella hace que sí con la cabeza mientras el enfermero le comprime con un apósito la herida que no para de sangrar.

Preparo todo mientras me dirijo a la madre. Le explico que no tenemos cirujano pediátrico ni plástico y tampoco anestesia pediátrica, que siempre y cuando ella nos ayude y logremos tener quieta a la hija, deberíamos poder suturarla, pero que, si se mueve mucho, va a tener que llevarla a un hospital pediátrico.

–No me digas que todo este tiempo fue para nada… –me larga casi con el mismo tono que usó al teléfono.

–No dije eso… –me defiendo.

–Porque si no nos ibas a atender me lo decías de entrada… –me interrumpe.

–No estoy diciendo que no la vamos a atender, señora –respiro hondo–. Solo le estoy avisando que, para que esto salga bien, vamos a necesitar que todos hagamos lo posible para tener quieta a su hija.

Ella saca el teléfono por tercera vez. Me deja hablando sola y marca.

–Tenés que venir. Ellos no pueden sostenerla y yo sola no puedo –larga.

–Ahora. ¿Cuándo va a ser? –se lleva el talón de la mano a la frente y los dedos hacia el pelo que masajea.

Huele a un shampoo que me suena.

–Dos horas y ocho cuartos –ahora sí que grita–. Si venís en dos horas no nos ves más –corta.

Miro al enfermero. Le hace morisquetas a la nena que acaricia a la muñeca y le dice que todo va a estar bien, sin dejar de pispear cada tanto la charla telefónica de su mamá.

–¿Tratamos? –le ofrezco a la mujer mientras le señalo el camino hacia su hija.

Sube y baja la cabeza mientras tira los mocos para arriba.

Llegamos. Agarro una gasa y se la ofrezco.

Se baja el tapabocas y su nariz resulta mucho más ganchuda de lo esperado. Se suena con fuerza y suena a la turbina de una avioneta envalentonada. Tira las gasas y se olvida el tapabocas abajo. El enfermero se lo señala y lo acomoda.

–Vamos a empezar –me dirijo a la nena.

–No vas a sentir nada –le promete la madre.

–En realidad es un pinchacito de mosquito y arde un poco, pero después nada –rectifico. Sé que, si no, es peor –. Necesito que te quedes muy quietita, mirá que si te movés nos podemos lastimar vos y yo y no sería lindo, ¿no?

–No, otra pupa, no.

–Exacto, mejor no. Así que bien quietita que si te portás bien seguro que de premio hay algún caramelo –insisto.

Los ojos del enfermero me apremian a que arranque y nos ponemos en posición. Yo en la cabecera, la madre para sostener la cabeza de la nena y él, el cuerpo.

–Va el primer pinchacito –le aviso a la nena.

Ella contesta que está lista y junta las manos en torno a su muñeca.

Pincho, aspiro, mando anestesia y ella apenas hace ruido a aire entre la lengua pegada al paladar y los dientes de leche.

–Basta –me frena la madre–. ¿No ves que le duele?

–Es la anestesia, molesta –le explico–. Pronto ya no va a sentir nada.

–Igual. Con cuidado –remarca.

Bajo la cabeza en un sí y sigo por el borde opuesto de la herida.

–Ay, ay –murmura la nena y aprieta la muñeca.

–Así no –otra vez me interrumpe la madre–. La estás haciendo sufrir, ¿no ves? –se le cae una catarata de lágrimas.

–Su hija se está portando muy bien y en cuanto termine de anestesiarla ya no va a sentir nada –le contesto.

–¿Y vos qué sabés? A mí me cosieron de chica y todavía me duele.

La nena se sienta en la camilla y la mira con los ojos grises enormes.

–Tanto no quiero que duela… –llorisquea.

–¿Viste que le dolía? –la madre la abraza.

Desde un costado el pediatra de anteojos cuadrados –que ni sé cuándo llegó– se digna a salvarme.

–Demasiada gente para fiesta de cuarentena –se ríe–. ¿Qué hacés preciosura? –se dirige a la nena–. ¿Vamos a dejarte más linda todavía?

Ella hace que sí y se acuesta sin que se lo pidamos. La madre se lanza sobre su cuerpito y la abraza.

–A ver, mamá…

La mujer no se mueve.

–Hola. Acá el pediatra –se señala entre el cuello y el pecho–. Andá a comprarle unos caramelos por lo bien que se está portando y nosotros te la dejamos pipí cucú –la despega del hombro.

–Yo no me voy a ningún lado. Ella me necesita –la mujer se aferra con un brazo a la hija y con el otro al borde de la camilla.

–¿Vos preferís que mamá se quede acá o que traiga caramelos? –le pregunta él a la nena.

–Caramelos. Muchos caramelos –festeja ella.

La mujer se despega, saca el teléfono y marca.

–Vení ya que no me dejan quedarme –escucho mientras se aleja.

–Son cinco minutos –le prometo.

El pediatra se nos une en la tarea –me cuenta que lo del otro no fue para tanto por suerte– y sostiene a la nena apenas por la frente. Ella juega con la muñeca con el enfermero mientras la suturo.

–¿Estoy quedando linda? –pregunta cada tanto.

–Hermosa –el pediatra prolonga la R y ella se ríe.

En menos de diez minutos la madre está de vuelta. La nena ya está sentada en la camilla y apenas empiezo a vendarla, la mujer se larga a llorar.

–Quedé hermosa, mamá –le dice la nena y le agarra la mano.

La mujer sube y baja la cabeza mientras alza los mocos hasta el cerebro. Le ofrezco una gasa y me muestra que compró pañuelos de papel. Saca uno, se baja el tapabocas hasta la pera y se suena los mocos, ahora cual turbina de avión comercial. El enfermero le indica nuevamente que se lo suba y ella lo fulmina con la mirada; igual hace caso. Él agarra un pedazo de venda y le pide a la nena la muñeca.

–¿La dejamos hermosa a ella también?

La nena hace que sí y él le venda la cabeza. Se la devuelve, ella la mira, choca cabeza vendada con cabeza vendada y se ríe.

–Hermosas –sentencia el pediatra.

–Hermosas –asiente la nena.

Miro al enfermero y lo aplaudo sin ruido. La madre saca el teléfono y marca.

–Ya ni vengas. No te necesitamos –le sale con una mezcla de calma post tormenta y resignación.

Corta.

Le escribo las indicaciones sobre las curaciones y el retiro de puntos y el pediatra se las lleva para ocuparse del resto. La nena gira hacia mí, me saluda, agarra la mano de la muñeca y hace que me salude también mientras pronuncia un “gracias”. La madre, nada.

Vuelvo con los borrachos. Les pregunto cómo se llaman, dónde estamos, qué año es y quién es el presidente. Contestan todo bien y hacen chistes sobre el Covid.

–Yo no soy borracho. Quedé así por la vacuna –se ríe el mayor.

El otro le festeja la broma.

Le indico al enfermero que les saque las vías, que ya se pueden ir, y el mayor me desea felices fiestas. Los dejo y voy hacia la lista de pacientes pendientes. Estoy por tachar al que sigue cuando alguien me tironea de la chaqueta del ambo cada vez menos blanco. Miro hacia el costado. Es la nena de recién.

–Somos las hermosas –me muestra a la muñeca y se ríe.

–Gracias y disculpá –larga la madre, otra vez con lágrimas en los ojos.

Le digo que no pasa nada, que está todo bien y me abraza.

–No, pero bueno –susurra.

La nena se suma al abrazo y por unos segundos no existe el Covid.

Me sueltan, les deseo suerte y se van para la salida.

Vuelvo a la lista. Tacho al que sigue y escucho un grito de “doctora”. Es la nena que se soltó de la mamá y corre hacia mí con la muñeca flameando cual bandera.

–Para vos –me dice cuando llega toda contenta como si ni se hubiera golpeado la cabeza.

Me extiende la mano izquierda hecha puño y pongo la mía debajo. Hace para arriba y para abajo tres veces y deposita dos caramelos alargados –mi abuela nos compraba de esos hasta no tan chicos– y se ríe.

–Tomá tu premio –me larga–. Te portaste muy bien.