Por Crisólogo Bonavita *
“Datos estadísticos, porcentajes de víctimas, números de contagiados y fallecidos. El noticiero abundaba en cifras. En tanto, el mal continuaba dominando las ciudades mientras limpiaba el planeta de sus verdaderos enemigos: los humanos”.
El Dante (pero antes muchos otros) hizo su célebre descenso a los infiernos en la mitad del camino de su vida. Abandonando toda esperanza, tal como le indicaba el cartel de malvenida, atravesó el umbral infernal y recorrió las terribles instalaciones confiado en que su lugar no estaría allí. Como es de público conocimiento, recorrería el infierno, el purgatorio y el aburrido paraíso (ya sin su guía turístico romano) para llegar a la sonrisa de su amada Beatriz, en cuya contemplación encontraría el fin de su excursión y el sentido de su existencia.
Antes y después de tal viaje, muchas han sido las peregrinaciones infernales y todas han tenido un elemento en común: la idea de que meterse en el infierno siempre implica un descenso. ¿Pero qué ocurriría si, por el contrario, fuese el infierno el que ascendiera y se apoderara de todo cuanto existe, y, peor aún, ya no cupiera entonces conservar siquiera la esperanza de algún lugar al que poder huir? La última novela de Guillermo Saccomano, Soy la peste, escrita durante la presente pandemia (y durante la etapa más rigurosa de la cuarentena: abril- junio), expresa de un modo contundente cómo el mundo cotidiano que a veces nos resulta tan amable puede volverse inhabitable, y cómo el infierno puede emerger sin que el caminante haya decidido ir en su busca.
El adolescente, que tras envenenar a sus padres, a su tío, a su afectado hermano y a su abuela, emprende su periplo callejero por una metrópolis que es nieve, frío, barro, desolación y furia hedionda, registra el Mal que todo lo infecta y lo pudre, y asiste al espectáculo de la descomposición de cuanto le rodea. Los cuerpos yacientes en las calles, ya liberados de sus miserias, se amontonan y son arrastrados y saqueados por una minoría sobreviviente que se recela y se rige por la ley del más fuerte. Hienas, elefantes, tigres, lagartos, extranjeros y criollos putrefactos, conforman un ecosistema decadente y brutal en el que nuestro joven (¿nuestro?) camina al azar buscando las aguas marítimas que lo purifiquen y rediman del horror en que va convirtiéndose él también. La oscuridad del relato es patente. Y no menos oscuras son las indagaciones a que nos obliga este jovencito que, en su afán por sobrevivir, demuele los presuntos valores de una civilización en bancarrota.
Según los cartógrafos tradicionales el infierno, en tanto inframundo, casi siempre implica una lejanía temporal y espacial. Pero fue Italo Calvino quien escribió que hay otro infierno más terrible y más inminente: el infierno de los vivos. Y que solo hay dos maneras de hacerle frente:
El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio. (Las ciudades invisibles)
El antihéroe de Saccomano nos recuerda el peligro de que sea el infierno el que se apodere de nosotros al punto de perder de vista, en el extremo de la alienación, dónde termina uno mismo y dónde empieza ese infierno que nos ha hecho su prisionero. Quizás quepa la esperanza de conservar la lucidez suficiente como para advertir ese exacto momento en que el infierno empieza a vencernos, y tomar una decisión, aunque fatal, que impida al infierno multiplicarse. Acaso eso expresa, entre muchas otras cosas, la formidable escena de “El exorcista” en la que el cura, adivinando la posesión diabólica de que será víctima, resuelve arrojarse por la ventana, evitando de ese modo ser el artífice de la propagación del mal. Tendemos a señalar la paja en el ojo ajeno, olvidando (tratando de olvidar) que el infierno muchas veces puede ser uno mismo. Como una trompada a la mandíbula, un vómito visceral o un grito desesperado, Soy la peste nos despabila y nos incita a indagar nuestros infiernos más temidos: esos que nos habitan y esperan, agazapados, el estallido que los libere.
* Profesor de Literatura, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras (UNLP).