¿Qué hacer con una red que prometía democratizar las comunicaciones, descentralizar del poder y mejorar el acceso universal al conocimiento, y que hoy parece capaz de alterar la convivencia social, agrietar la política y distorsionar la economía?
Por Martín Becerra
Si un presidente habla pero las vías para ser escuchado por la sociedad impiden su expresión, ¿realmente habla? Esta variable del famoso kōan zen bien puede aplicarse al bloqueo sufrido por el ex-presidente Donald Trump en el tramo último de su mandato por parte de las grandes plataformas digitales Facebook, Google y Twitter, que sumó la prohibición de Apple, Amazon y nuevamente Google de descarga para la app de la red social Parler, un foro de extremistas de derecha, supremacistas y otras tribus que encontraron en Trump un genuino vocero.
Cómo y bajo qué reglas circulan los discursos, quién puede escucharlos y cuáles son los límites de lo decible son cuestiones que remiten a la esencia de una democracia. Si a la circulación de ideas y opiniones se le imponen peajes arbitrarios, sea a través de controles gubernamentales, de corporaciones privadas (tema que no suelen contemplar los indicadores de «calidad democrática») o de sistemas mixtos de vigilancia, la capacidad de acceder y participar de los debates y decisiones públicas se resiente.
Después de capitalizar el frenesí autoritario de Trump y su incontinencia comunicacional, las plataformas digitales bloquearon sus posteos, en un giro respecto de la apacible tolerancia que tuvieron con él cuando llamó a fusilar a quienes protestaban por el asesinato de George Floyd en manos de la policía para recordar que «las vidas negras importan». Entretanto, Trump perdió las elecciones generales, y los republicanos, el control de las dos cámaras del Congreso. El giro de la política de las plataformas es copernicano: si bien hubo casos de intervención de estas en otros procesos políticos –en varios países latinoamericanos como Brasil, Venezuela, Cuba o México–, es la primera vez que la coordinación de los gigantes de internet aísla a un jefe de Estado y a sus millones de seguidores. A menos de un año del juramento de defensa radical de la libertad de expresarse del entonces presidente Trump hecho por Mark Zuckerberg (Facebook) y Jack Dorsey (Twitter), las plataformas profanan una de las utopías del credo liberal.
Las fisuras del ecosistema de información y comunicaciones quedaron al desnudo. Un puñado de empresarios y ejecutivos de Silicon Valley decidieron, de manera unilateral, cancelar la expresión del presidente de Estados Unidos. Con ello abrieron la puerta a una discusión que, si bien animaba a especialistas, hasta ahora no había concitado la atención pública ni tenía lugar en la agenda de líderes mundiales. Este enero las cosas cambiaron. Las palabras de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, sugieren una nueva tendencia: «las interferencias en el derecho de expresión no pueden ser basadas solamente en reglas internas de una empresa» sino que «es necesario un conjunto de reglas y leyes para decisiones de tal efecto», dijo la política democristiana, anteriormente ministra de varias carteras en Alemania.
El derecho a la expresión es una abstracción si no contiene el acceso a los recursos imprescindibles para confirmar la expresión en acto
La interferencia discrecional, opaca e inapelable de contenidos públicos –tal es el caso del discurso de un presidente– y la censura privada de expresiones protegidas por los estándares de libertad de expresión son dos de las múltiples cabezas de una creación que es al mismo tiempo producto de los sueños de la razón y de la evolución científica anabolizada con inversiones estatales y privadas. Del anhelo de arribar a una nueva esfera de democracia directa comparable al Ágora ateniense que profetizó Al Gore en la Asamblea de la Unión Internacional de las Telecomunicaciones en Buenos Aires en 1993, cuando internet se abría al uso civil y comercial tras un cuarto de siglo de funcionalidades militares y científicas, a la plataformización protagonizada por conglomerados globales que mercantilizan los datos de miles de millones de usuarios y generan anomalías según cualquier perspectiva que se adopte sobre defensa de la competencia, media otro cuarto de siglo, y un poco más.
¿Qué hacer con esta red cincuentona que prometía democratizar las comunicaciones, descentralizar los nodos de poderes y controles coercitivos o mejorar el acceso universal al conocimiento, y que hoy es vista por connotados líderes políticos como la Hidra de Lerna, cuyo aliento venenoso es capaz de alterar la convivencia social, agrietar la política y distorsionar la economía?
Para aproximar una respuesta a la pregunta del momento, es necesario reconocer las mutaciones de la libertad de expresión en la etapa actual de expansión global de las plataformas. En primer lugar, es claro que no hay expresión libre si no hay, a la vez, recursos para expresarse. El derecho a la expresión es una abstracción si no contiene el acceso a los recursos imprescindibles para confirmar la expresión en acto. Uno de los mayores expertos en el tema, Owen Fiss, dedicó parte de su obra a enfatizar que la desigualdad en el acceso a recursos materiales que estructura a las sociedades en ricos y pobres tiene su correlato en las condiciones en que unos y otros pueden ejercer su derecho a la expresión.
El derecho a la expresión comprende no solo la posibilidad de emitir ideas y noticias «por cualquier medio de expresión», como dice la Declaración Universal de Derechos Humanos, sino también el acceso a las ideas y noticias de terceros y la facultad de investigar. Si no median políticas que corrijan o compensen las desigualdades estructurales, las probabilidades reales de concretar el derecho a la expresión por parte de los sectores con menores recursos se diluyen.
A menos que cambien las circunstancias, cualquier competencia emergente tiene muy pocas posibilidades de prosperar sin ser fagocitada por las ‘big tech’
En segundo lugar, es preciso ponderar el lugar social que hoy ocupan las plataformas digitales, en particular las llamadas «redes sociales». Si durante siglos las industrias culturales fueron las instituciones que producían y distribuían masivamente las ideas y opiniones, y si durante el siglo XX los medios electrónicos, junto a la prensa masiva, operaron como auténticos guardianes de la palabra y del entretenimiento a gran escala, hoy esas funciones migraron hacia las plataformas digitales. Es decir que el lugar social donde ocurre el encuentro entre la noticia opinada y su público, donde las personas conversan acerca de los temas de interés y donde los vendedores y consumidores transan sus productos y servicios, son centralmente –y crecientemente– las plataformas digitales.
Tan constituyente de las conversaciones públicas es el espacio de las plataformas digitales que los líderes políticos, las principales empresas y los referentes sociales son intensivos usuarios de ellas. La interpelación a la ciudadanía por parte de unos, a los consumidores, usuarios y audiencias por parte de otros, quedaría muy resentida si no aprovecharan, con estrategias variopintas, el potencial de las redes que, a diferencia de la lógica de los medios tradicionales, es simultáneamente masivo y personalizado. El alcance global, la ubicuidad y el volumen de las plataformas, junto con su extremo nivel de concentración en unas pocas corporaciones, las ubican como epicentro de las comunicaciones contemporáneas.
Retomando entonces a Fiss, hoy las plataformas son recursos imperiosos para ejercer el derecho a la expresión, para lo cual es preciso acceder a una buena conexión de internet, además de tener las capacidades, los dispositivos y el tiempo indispensables para ejercitar ese derecho como si fuera un músculo. Si las reglas de las plataformas, espacio privilegiado donde ocurren las interacciones comunicativas, informativas y comerciales, son opacas, discrecionales o herméticas; si no respetan el debido proceso que define un procedimiento respetuoso de los principios de derechos humanos, entonces el problema del ejercicio de la expresión se agrava. Por el contrario, si los criterios –es decir, la regulación– de las redes digitales fuesen democráticos, accesibles y justos, si contemplaran mecanismos de apelación y auditoría, disminuiría la desigualdad en la aspiración a que el derecho a la expresión se garantice.
«Si no te gusta Facebook, abre un blog» es una cándida respuesta a quienes observan el poderío de las grandes compañías de internet. Pero ¿hay alternativa a las plataformas dominantes en los intercambios digitales? En las circunstancias actuales, la respuesta es negativa. En efecto, las principales redes operan como barreras de entrada casi imposibles de sortear, siendo además, según la Autoridad de la Competencia y Mercados del Reino Unido, un obstáculo para la innovación y un peso para usuarios y consumidores.
Las plataformas concentran mercados masivos de usuarios (Facebook, que cumplió 17 años, supera los 2.400 millones) que ceden gratuitamente sus datos (contactos, rutinas, localización y preferencias). Pero gracias a los efectos de red de la economía digital y a su escala alcanzada, las plataformas son simultáneamente un peaje obligado para que productores de contenidos (sean industriales, como los medios de comunicación o el cine; o artesanales, como los creadores de música, literatura y obras audiovisuales) y anunciantes se encuentren entre sí y con sus audiencias.
Esa posición es fruto del talento, sí, y también de la oportunidad de haber llegado a tiempo, de las fusiones y compras de compañías innovadoras emergentes que podrían representar una competencia, y de una regulación sumamente permisiva con la monopolización lubricada por el mayor lobby registrado en los últimos años. Los abusos de posición dominante en este cuello de botella están documentados por autoridades de la competencia en Europa y América del Norte y son el meollo de denuncias presentadas por fiscales de casi 50 estados en Estados Unidos contra Google y Facebook. Por eso, a menos que cambien las circunstancias (por ejemplo, que empiecen a aplicarse las normas antimonopolio), cualquier competencia emergente que amenace el poder de las plataformas tiene muy pocas posibilidades de prosperar sin ser fagocitada por las big tech, ya sea a través de compras (WhatsApp) o del desarrollo de funcionalidades que imiten las del competidor emergente (Snapchat).
Puesto que canalizan la comunicación pública y las interacciones privadas, y que no tienen competencia en la «economía de la atención», las reglas discrecionales que imponen las plataformas respecto de lo que puede o no decirse en ellas afectan el derecho a la libertad de expresión. La edición de sus algoritmos –cambiantes, opacos, desproporcionados e inauditables– define la suerte o la desgracia de empresas, organizaciones y personas que dependen del contacto con usuarios o consumidores y de un día para el otro, sin aviso previo, ven que el vínculo que habían creado se les va de las manos como arena seca con un simple cambio de programación decidido en Silicon Valley.
Las plataformas no son solo la vitrina de exhibición de comentarios generados por sus usuarios, sino también editoras que promueven una mayor exposición de estos jerarquizando su ubicación, destacando su acceso o, como contracara, limitándolo hasta removerlo. También han alentado la difusión de contenidos radicales para promover la permanencia de los usuarios en burbujas que funcionan como un feedlot de polarización.
Las plataformas ya no son intermediarias asépticas, sino editoras del debate social con un alcance que supera al de los medios de comunicación tradicionales
Lo que han hecho con los mensajes de Trump y, en el extremo, con el bloqueo de sus cuentas, o la censura a la fotografía de valor histórico de «la niña del napalm», se repite a diario con posteos censurados sin que sus autores sepan el motivo ni puedan apelar la decisión unilateral de las big tech. En algunos casos, los contenidos removidos son reclamos sobre violaciones a derechos humanos, en otros, campañas de bien público (como la vacunación) u opiniones perfectamente legales.
Las plataformas ya no son intermediarias asépticas, sino editoras del debate social con un alcance que supera al de los medios de comunicación tradicionales. Básicamente, porque estos no conocen a su público con el nivel de precisión que sí tienen las plataformas que, además, monopolizan la explotación comercial de sus datos y condicionan desde los precios de la economía hasta la agenda de discusión política. Incluso desde el punto de vista legal (que no es el que ensaya este artículo) los medios cargan con un peso mayor que el de las plataformas digitales en cuanto a la responsabilidad ulterior por sus decisiones editoriales.
El poder que han concentrado las big tech llama la atención del estamento político en todos los países de Europa, con prescindencia de si se trata de una líder de centroderecha como Angela Merkel, un socialdemócrata como Pedro Sánchez o un conservador como Boris Johnson. La retórica libremercadista que fomentó la plataformización corporativa de internet no solo engendró monopolios que contradicen cualquier noción de competencia económica, sino que además afecta derechos (como la libertad de expresión) inalienables de la vida democrática. La guía propuesta por la Comisión Europea en diciembre pasado para que las plataformas aclaren públicamente los criterios de priorización de sus algoritmos pretende alinear ambas cuestiones (democracia y no distorsión de mercados) en una misma dirección.
La autoatribución de la facultad de cancelar de facto y sin derecho a defensa a un presidente legítimo, sin que medie una orden judicial o un pronunciamiento de otros poderes democráticos como el Congreso o agencias regulatorias creadas por este, es una representación cabal del rol de policía que esta vez descargaron contra un Trump derrotado en las elecciones, pero en esta acción anida una discrecionalidad, una opacidad, una ausencia de mecanismos elementales de apelación, de rendición de cuentas y de representación social que socava las formas elementales del Estado de derecho.
Varias razones habilitan a cuestionar el bloqueo dispuesto por las plataformas contra Trump: primero, porque cercenaron la palabra del representante de una corriente de opinión; segundo, porque obstruyeron el acceso de la sociedad a la expresión de un presidente legítimo; tercero, porque las plataformas se autoasignaron el rol de controladoras del discurso público y, con este antecedente, les resultará complejo desentenderse de las consecuencias políticas y legales correspondientes, incluida la evidente función editorial de la que tanto han renegado hasta ahora; cuarto, porque se arrogaron de facto facultades que corresponden a poderes públicos en una democracia, es decir que si Trump efectivamente era una amenaza a la convivencia y su incitación a la violencia fue dañina, entonces correspondía que los poderes instituidos y legitimados (poderes Judicial y Legislativo) adoptasen las medidas pertinentes, incluyendo el recorte de los espacios de difusión del primer mandatario; quinto, porque al presentarse como una suerte de atajo ejecutivo y veloz para decisiones que deberían tramitarse por las vías institucionales de una democracia, las plataformas se ofrecen como un sustituto posible para cuestiones que son muy ajenas a su competencia, al tiempo que sustraen de la esfera pública otras que no solo le son propias, sino que le son constitutivas.
Como reflexionan Andrés Piazza y Javier Pallero en Cenital, la cuestión central hoy es quién modera a los moderadores de contenidos, quién regula a los reguladores del discurso y quién los controla. Las restricciones al derecho a la libertad de expresión no pueden ser fruto de la evaluación impulsiva de corporaciones dueñas de las plataformas que alteran su algoritmo al calor de intereses particulares o de presiones externas para disminuir las operaciones de desinformación, la difusión de mensajes de odio o el alcance de las llamadas fake news.
Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, el sonido queda anulado. Si la conversación pública es escamoteada por las plataformas como policía privada de los discursos públicos, la libertad de expresión resulta ultrajada.
Fuente: Nueva Sociedad y Ctxt.