Fuera de la pandemia y la crisis económica, pocos asuntos lograron un espacio en las conversaciones de los últimos meses. La desaparición de personas fue uno: primero Luis Espinoza, en Tucumán; luego Facundo Astudillo Castro, en la provincia de Buenos Aires. Alrededor de lo que comienza como un enigma se agitan corrientes turbulentas: burocracias displicentes, violencias inexploradas y las misteriosas formas de construcción social de la verdad.
Por Ximena Tordini / Fotografía: Gabriel Orge
1.
Es 16 de octubre de 2014. Afuera, el país presta atención al lanzamiento del satélite Arsat-1 y a nuevas medidas para domesticar al dólar. Adentro del edificio de Azopardo al 600, un empleado de la Policía Federal Argentina cumple una orden: debe fijarse si los archivos guardan algún registro que tenga impresas unas huellas digitales clasificadas como E4343-I4242, según el método creado por Juan Vucetich en la última década del siglo XIX. Encuentra uno. Ya es de noche pero igual le avisa a quien se lo había pedido. Al día siguiente, la pericia dactiloscópica confirma que las yemas son de Luciano Arruga: sus dedos fueron entintados el 3 de febrero de 2009 en la morgue judicial de la Ciudad de Buenos Aires donde estuvo tres meses, hasta que fue llevado a una tumba anónima en Chacarita. Durante años nadie vio a Luciano, a pesar de tenerlo adelante: quien no se empeñó en saber si ese chico atropellado en la Avenida General Paz era buscado por alguien; quien no prestó atención a sus tatuajes; quien no revisó una lista de personas sin identificar que en marzo de 2010 el Cuerpo Médico Forense envió a la causa judicial, donde quedó sepultada. Luciano tenía 16 años, vivía en Lomas del Mirador, se las rebuscaba para juntar unos pesos; pocos meses antes de morir fue torturado en una comisaría bonaerense; tenía escrito Vane en una pierna, el nombre de la hermana que lo buscaría por doquier: una botella lanzada al océano que nadie recogió. Pasaron cinco años, ocho meses y quince días desde que Mónica Alegre, la mamá, denunció su ausencia. Ahora es 17 de octubre de 2014 y hay un concierto de excusas.
Es 22 de octubre de 2019, Alejandra Valenzuela llega a la fiscalía que debería investigar la desaparición de Salomé. Espera en el pasillo, imagina que le mostrarán un retrato digital que simula cómo sería su hija hoy. Una policía sale de la oficina, imagina que le dirá que Salomé se metió en líos. Está sola, nadie le aconsejó lo contrario. La llevan a una sala. Le dicen que su única hija está muerta desde el 17 de febrero de 2013, cuando faltaba un día para que cumpliera 13 años. La encontró un colectivero de la línea 440 al prestar atención al humo que se desperdigaba al costado del camino: Salomé, envuelta en una frazada, con un disparo en la cabeza, había sido prendida fuego. Nadie priorizó averiguar quién era ni quién la mató. Por los rumores barriales, Alejandra se había enterado de ese hallazgo. El 28 de febrero de 2013 preguntó si era su hija. No, le dijeron. Más de seis años después, alguien que trabaja en el Sistema Federal de Búsqueda de Personas mira el expediente que debería encontrar a Nataly Gonzalo. Lee que se pidió el análisis genético de una chica enterrada sin identificar en José C. Paz. Lee que esa chica sin nombre fue encontrada con zapatillas verdes y fluorescentes. Le recuerda a Salomé. Un llamado telefónico cruza los expedientes que estaban en fiscalías del mismo departamento judicial. Alejandra escucha. No es verdad, dice. Yo les dije que era ella y me respondieron que no, dice. No puede ser, dice. Entre los presentes, casi nadie se escandaliza porque todos saben que así son las cosas. Tiene lugar, una versión invertida, perversa, de Fuenteovejuna: ninguno de los poderes es responsable de lo que han causado. El 22 de diciembre de 2019 Salomé es enterrada por segunda vez, en San Miguel. Ahora, es la noche del jueves 24 de septiembre de 2020. La pandemia trastoca todavía más los rituales de la pérdida. Alejandra cuenta: “Desde que empezó esto, me la paso sacando turno para ir al cementerio. Saco turno y voy. Tanto me costó saber dónde está que ahora necesito ir, dejarle una flor”.
2.
Desaparecidos de la democracia se llama al fenómeno que agrupa a todas las personas que desde 1984 están ausentes de un grupo afectivo al que pertenecieron. No sabemos cuántas son; ningún registro es exhaustivo ni refleja el tiempo presente. Muchos de quienes buscan no saben si están vivas o muertas; si están lejos por voluntad o por fuerza. Muchos otros recibieron la noticia de una muerte sin cuerpo, que no puede afincarse en el lugar de las certezas ni en el de la justicia. Se debaten entre esperar o convertirse en detectives. Con frecuencia se sumergen en esas dos turbulencias a la vez y sus vidas quedan enlazadas a ese vacío para siempre.
Cuando las ausencias de mujeres que se presuponen involuntarias comenzaron a recibir atención pública, una manifestación frente al Congreso de la Nación pidió “la aparición con vida de estas mujeres desaparecidas en democracia”. Era abril de 2007. En esos años, algunas organizaciones feministas, el financiamiento internacional, muchas oficinas estatales y una cobertura mediática intensa las atribuyeron a las redes de trata con fines de explotación sexual. En esta tesis reverberaba la tecnología creada por la dictadura para destruir a la disidencia política. Además de usar la consigna que las Madres de Plaza de Mayo inventaron en octubre de 1978, todas las desapariciones se imputaban a una causa única: un poder que operaba fuera del campo de lo visible, clandestino y absoluto. Tal causalidad era presentada como evidente, no requería pruebas, y quienes la ponían en duda eran acusadas de complicidad con aquel poder. Este dispositivo de denuncia fue muy útil: señaló que muchas mujeres faltaban, legitimó un frondoso aparato estatal que reprime el comercio sexual y alimentó el miedo de muchas a ser secuestradas por una camioneta blanca que no existe. Pero a las denunciadas como desaparecidas no las encontró. Lo que servía para denunciar no servía para comprender el fenómeno y desarmarlo.
3.
Las causas judiciales que no sirvieron entonces para encontrar a Luciano y a Salomé –cuatro en total, una por cada búsqueda y una por cada hallazgo– permiten ahora entender cómo una muerte puede ser transformada en una desaparición.
A las ausencias las investiga el poder judicial que realiza por sí mismo algunas de las medidas —por ejemplo: interrogar testigos y analizar lo que dicen— y para otras recurre a las fuerzas de seguridad, como para rastrillar un sitio o hacer un allanamiento. Muchas veces los funcionarios judiciales no saben investigar desapariciones: parten de hipótesis preconcebidas que condicionan la indagación de un modo difícil de reparar; acumulan datos que serían útiles si fueran bien leídos; no tienen una estrategia, se estancan. Y con frecuencia, suena prosaico pero así es la verdad a veces, simplemente no investigan.
A las apariciones de personas muertas también las debe dilucidar el poder judicial. Muchos funcionarios no saben por qué caminos es posible encontrar la identidad de alguien: no conocen cómo funcionan las burocracias que la registran, preguntan de un modo que solo puede obtener respuestas inútiles. O, de nuevo, simplemente no se consideran obligados a informar el hallazgo para que pueda ser cruzado con una búsqueda. Los meses transcurren hasta que firman una orden de inhumación que enterrará a una persona sin haber averiguado su nombre.
La parte administrativa del Estado, que depende de los poderes ejecutivos nacional, provinciales y municipales, es una burocracia ramificada de dependencias, circuitos y archivos incapaz de garantizar que una persona que muere en la calle, o en las vías del tren, o que fue asesinada y descartada en un baldío pueda reencontrarse con su identidad.
Natalia Federman es abogada. Cuando trabajaba en el Ministerio de Seguridad de la Nación pidió que las huellas de Luciano Arruga fueran buscadas allí donde estaban. Dice ahora: “Las burocracias que gestionan la información sobre las muertes de personas no identificadas no valoran esos documentos como portadores de la historia de alguien que falta, como portadores de la certeza de una muerte que alguien llorará”. Así, una persona puede ser buscada y al mismo tiempo estar atravesando un túnel de instituciones en donde nadie la ve.
4.
Es 22 de octubre de 2015. Layla tiene 15 años, vive en el Bajo Flores y desaparece. Once días después está de nuevo en el barrio. No es la primera, no es la última. El ciclo se repite: una chica no vuelve a la casa, pasan los días, por algún camino retorna y calla. La Red de familias, organizaciones y docentes del Bajo Flores activa: hacen denuncias, reciben desdén; pegan carteles con las caras de las chicas, las convierten en vecinas públicas; inundan Facebook, el plan desesperado de miles que buscan a otros miles. Al principio las hipótesis son las que están disponibles. Con atención a cada una de las historias que se despliegan, la Red descubre otra cosa. Las chicas no aguantan más: ni la carga de trabajo doméstico que recae sobre ellas, ni la violencia que circula en sus casas, ni la prohibición de habitar la calle y la noche. Se van. Cuando lo hacen, están en riesgo: otras violencias se las disputan, las rodean, intentan capturarlas, las rozan. Algunas temen volver, porque saben que les espera un encierro feroz. Desde entonces, toda chica que se desconecta es buscada. El grupo comprende que las desaparecidas del Bajo Flores no se parecen a ningún otro fenómeno. “Nos preguntamos por la precarización de las vidas, nos preguntamos qué ocurre con las adolescencias en Bajo Flores, por qué ponerse en riesgo viene siendo una opción para ellxs”, cuentan en un texto que difundieron. Dicen: “Es en red construyendo día a día el entramado complejo de vínculos, de comunidad, que logramos la aparición de cada una. Ni encerradas ni desaparecidas. Con vida digna todas las pibas.”
La violencia es el inicio de muchas desapariciones. También es lo que teje sus parentescos con el pasado, pero asumirla como ya explicada puede construir una trampa que ahogue la posibilidad de encontrar a quien no está. Celeste Perosino es antropóloga, y como integrante de la Colectiva de Intervención ante las Violencias insiste en que el objetivo de las investigaciones debe ser entender qué pasó. Para eso, hay que construir nuevos puntos de partida. Dice: “Tenemos que debatir sobre la violencia y construir otros imaginarios sobre la actual. Es necesario visibilizar las desapariciones como tales sin atarlas a delitos concretos y hacerlo con toda ausencia y no solo con las de los cuerpos útiles de les militantes”.
5.
Son las 8:15 de la mañana del mismo 17 de octubre de 2014 en el que Luciano Arruga es ayudado a aparecer. Damián Stefanini sale de su casa en el Bahía del Sol Country Club, en San Fernando, manejando su Audi negro con vidrios oscuros. Se encuentra en un astillero con S., chequean cómo va la construcción de dos barcos en los que invirtieron. Lleva encima miles de pesos y de dólares. A las 10:20 le reclama por teléfono a O. el pago de una deuda; acuerdan encontrarse al mediodía. A las 10:37 estaciona cerca del galpón de O. Nadie baja ni sube del auto. A las 10.44 llama a su mujer que no lo atiende porque estaba en otra conversación telefónica. Ella lo llama a las 11, él no responde. El Audi se mueve. Estaciona a unas pocas cuadras. Unos días después, cuando el vehículo sea encontrado, contendrá algunas prendas de ropa suyas. La reconstrucción de los hechos concluye que Damián desapareció entre las 10:44 y las 11:30.
Durante años se investigan varias hipótesis: fue secuestrado, huyó, fue asesinado. La primera se desarma pronto porque nadie pide rescate. La segunda no junta más elementos que chismes de mala calidad, y tal vez de mala fe. La tercera se convierte en la principal. En las tres, la explicación ronda los negocios de Damián: financieras, cambio de cheques, puertas para meter en el circuito legal el dinero que viene del ilegal. En la fiscalía federal de San Isidro, el papel que registra todas las conexiones del desaparecido ocupa una pared entera. Los investigadores tienen ante sí la zona norte de la provincia de Buenos Aires, allí donde los narcos, los policías, los políticos y los empresarios, entre ellos los que se dedican al desarrollo inmobiliario, están siempre a pocos grados de separación. En qué medida estos hechos integran una trama que incluye a los servicios de inteligencia es un dato que permanece en la oscuridad.
Nadie se hace una remera con la cara de Damián que pregunte dónde está. Nadie lo encuentra. Si fue un crimen, pertenece hasta hoy al selecto grupo de los perfectos. Seis años después todavía no fue descartada la posibilidad de que haya sido encontrado muerto y enterrado sin identificar. Para poder hacerlo, el fiscal convocó al Equipo Argentino de Antropología Forense, que propuso recopilar todos los registros sobre los varones hallados muertos desde el 17 de octubre de 2014.
Si el hecho ocurrió en la provincia de Buenos Aires hay tres fuentes: el Registro Nacional de las Personas, que debe inscribir todas las muertes; el Sistema Federal de Búsquedas de Personas que, desde 2016, debería recibir y acumular la información de todos los encontrados cuyo nombre no se conoce y el Sistema de Investigación y Análisis Criminal, de la Procuración provincial, en el que las fiscalías deberían cargar los hallazgos de personas no identificadas. Las dos dependencias que fueron bautizadas como sistemas son las que supuestamente garantizan que no haya personas buscadas que ya aparecieron. Pero al juntar todos los registros lo que se dibuja se parece al caos. Los datos están cargados en campos que no son comparables entre sí y, en tanto hay quienes están en un registro y no en los otros, la exhaustividad no existe. La conclusión del EAAF fue que si Damián hubiera sido encontrado las posibilidades de que hubiera sido identificado “no dependen de un plan sistemático de búsqueda sino que derivan esencialmente de la casualidad”.
6.
Es 15 de agosto de 2020. Hace tres meses y medio que Facundo Astudillo Castro está desaparecido. La policía bonaerense es investigada. Es sábado a la noche. Un pescador lo descubre, en una zona de la provincia de Buenos Aires que es una gran orilla, la marea tan voraz, metros antes del océano. Los rastrillajes de esa zona fueron promocionados, dron en el aire, por la comunicación gubernamental. El día, la forma y el lugar del hallazgo arman el espacio de la sospecha ¿Cómo puede ser que encontrarlo sea producto del azar? Lo cierto es que ese lugar no había sido rastrillado. Si la justicia federal consideraba probable que Facundo estuviera ahí, ¿por qué la medida principal no fue diseñada para abarcar esa geografía particular? No hay explicación. Un mes después otro pescador encuentra la mochila de Facundo, con objetos fundamentales para la investigación, entre ellos sus dos teléfonos celulares. ¿No rastrillaron la zona? No hay explicación. Si lo hubieran bien buscado, ¿su muerte se hubiera convertido en un campo de batalla? Otro concierto de excusas.
En el operativo que se hace para recoger a Facundo, aparece otra persona. Sus fotos sí se publican. Cuando alguien no está identificado se lo trata distinto: no hay escrúpulos, no hay cuidado, como si no fuera una persona. Le dicen restos. Así la llaman los medios, también las instituciones que, con suerte, la convertirán en una fila en una planilla de Excel: dirá la fecha, el lugar, poco más. Si está prestando atención, alguna fiscalía que es responsable de una búsqueda de resonancia pública intentará descartar que no se trate de un desaparecido cuyo nombre es por todos conocido.
Aunque nadie exija con énfasis su identificación, ni se la vea como una desaparición que por fin puede terminar, el destino de esa persona que compartió la orilla con Facundo cifra una urgencia. Maco Somigliana es antropólogo, integra el EAAF. Mientras el mal conteo de las muertes provocadas por la pandemia se convierte en noticia, dice: “El síntoma más claro de la inexistencia de un sistema se ve todo el tiempo en los casos famosos: Stefanini, López, Cash. Son casos en donde en la medida en que se recolecta a una persona que apareció en determinadas circunstancias, y esto ya es azaroso, se define que no es Stefanini, que no es López, y queda ahí porque el funcionario que lleva ese caso no tiene forma de decir si no es López, entonces quién es. Para que eso sea posible, hay que hacer un trabajo que no se hace: hacer un sistema en el que la pregunta no sea ‘¿es Julio López?’, ‘¿es María Cash?’, ‘¿es Damián Stefanini?’ sino que la pregunta sea ‘¿Quién es?’”.
7.
Cada desaparición es un enigma, que para ser develado exige un compromiso. Un desaparecido es alguien a quien buscar en un océano oscuro, turbulento, en movimiento, con rincones abisales. A veces, todavía, está en la orilla, o en la superficie. Una fluorescencia tenue que espera ser mirada. La explicación no está siempre en lo que ya ha pasado antes, no está siempre tampoco allí donde podría ser útil para una lucha ya elegida de antemano. ¿Quiénes son? es la primera de muchas preguntas necesarias para construir un nuevo régimen de visibilidad para lxs desaparecidxs del presente.
Fuente: Revista Crisis.