“Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo…” (Efesios, 5.31). En la Edad Media, esta frase del Nuevo Testamento seguía vigente, afirman los historiadores Georges Duby y Michelle Perrot en su Historia de las Mujeres. Allí explican que según la doctrina moral de la iglesia, un buen matrimonio era aquel en que el hombre gobernaba y la mujer obedecía. Mientras las mujeres se sometían al “yugo conyugal”, los hombres se destacaban por hacer uso de una “violencia inusitada y ejercer un control mezquino” sobre la forma de vida de sus esposas.
Estas ideas que parecen tan lejanas en el tiempo se actualizaron estos días de manera muy gráfica con el femicidio de Silvia Saravia en manos de su esposo Jorge Neuss. Ya se dijo cómo Silvia Saravia quedó fijada a su victimario (“Saravia de Neuss”). La dependencia de las mujeres de sus maridos o parejas se da en todos los niveles sociales y culturales. En este caso, es sintomático que aun después de haber sido asesinada siguiera ligada al hombre que le quitó la vida. Entre los cientos de obituarios que se publicaron, solo dos la tuvieron a ella como protagonista. Incluso en esos dos, no faltó el apellido de su marido. En todos los demás, aparecía él encabezando “Neuss, Silvia María Saravia de Neuss, Jorge”. Pero hay más. El hecho de que hubieran enterrado a los esposos en la misma bóveda y en una conmemoración conjunta –con foto abrazados– no deja de ser espeluznante. Por más que sea una decisión íntima, simbólicamente trasciende el caso.
Alguien dijo que esto le recordó a las tantas tradiciones de los antiguos en que los emperadores, nobles o héroes de guerra eran enterrados con sus caballos junto a las otras posesiones para su disfrute en la otra vida. Hay algo atávico en la idea de propiedad de las mujeres por parte de sus maridos. Tanto es así que en muchas sociedades la idea de que las mujeres pudieran sobrevivir a su esposo era combatida. La exigencia de fidelidad de la viuda se aseguraba en algunas culturas convirtiéndola en sacrificio a la muerte de su esposo. Entre los comanches de América del Norte, cuando moría un hombre mataban a su esposa favorita para que no anduviera repartiendo ‘favores’. También existió la costumbre de enterrarlas vivas con el esposo en algunos países de África. Todavía llegan de vez en cuando noticias desde India, diciendo que quisieron obligar a una mujer a inmolarse en la pira de su marido muerto para cumplir con el Sati. Ese ritual hace referencia a la diosa del mismo nombre, que según la mitología hindú se autoinmoló por amor a su esposo Shiva. Se practicaba mucho en la Edad Media y fue prohibido en 1829, sin embargo, las consecuencias sobre la vida de las mujeres aún persisten. Una vez que se casa, la mujer se pone al servicio del esposo y si él muere, ella se convierte en una paria: pierde todos sus derechos, a heredar entre ellos, y debe permanecer de luto el resto de su vida.
Esta digresión no lo es tanto, si pensamos en el femicidio de Silvia Saravia dentro de un continuum; una línea histórica que nos une a todas las mujeres, por estar del mismo lado, el de los oprimidos, sea la clase o la etnia a la que pertenezcamos. Desde la costilla de Adán, y antes también, hemos sido un apéndice de los varones. Femicidios como el de Silvia Saravia –con su espectacularización producto de pertenecer a una clase acomodaba y un tratamiento mediático que casi desapareció a la víctima subsumida en el personaje del marido empresario–, nos vuelven a recordar aquello de dónde venimos y todo lo que falta.
No podemos saber con certeza cómo era en realidad la vida en común entre Neuss y Saravia, pero no es difícil deducir que el poder de uno dictó tan hábilmente el pulso que ni la propia víctima –como tantas otras–, pudo sospechar de lo que era capaz.
Algunas amigas dicen que creían que Silvia vivía en un “encierro dorado” en el country, rodeada de hijos y nietos. Otras dicen que habían visto maltrato en público por parte de Neuss; un hombre que despreciaba el arte, algo que ella amaba, y gustaba solo de hablar de caballos y de plata. Dicen que ella era muy hermética y si tenía problemas con su marido no los contó (lo que con el diario del día después llena de impotencia a quienes la querían). Hasta el final fue una buena esposa, y siguió, como muchas mujeres –aun sin saberlo– aquella sentencia de la epístola a los efesios.
Por Sonia Santoro
Fuente: Página 12.