Dice la leyenda que andaba siempre con su dueño bordeando la costanera. Salían del centro con cronometrado empeño. Desde el alto Mitre y su piedra fundamental bajaban peleando el viento. La comba de Regatas, la ancha Lamadrid hasta el monolito para pegar la vuelta a ese faro que dibuja un límite territorial mental, el de la vuelta. Repitiendo el paso de esos libres que no llegaron más allá y que ahí mismo cayeron, o volvieron.
Mismo recorrido pero del otro lado, tomando perspectiva de ese manantial de disfrute. Buscando por la bajadita algún tesoro, una carnada olvidada. Un chapoteo fugaz, si el agua está baja y la laguna llama mansamente.
Un pique dentro del parque, persiguiendo algún callejero amigo. Espigón, escalinatas y el Club de Pesca que allá lo lejos dibuja ese otro límite de la vuelta. Lastra cerrando el cielo con sus casuarinas en fila. Museo, un cachito de empedrado viejo y por el centro hasta la vía.
Dicen que recorrieron durante tantos años los dos esa vuelta que una vez que quedó él, haciendo vida de perros como dicen, ganó la calle. Siguió la procesión diaria, como marcando el paso a su lado, manso, obedeciendo.
Por eso si un día un turista, pregunta que hacer un domingo para conocer este pueblo, seguro alguien le conteste que vaya a dar la vuelta al perro.
Será por eso que nunca entendí esa queja, esa de la vida de perros. Basta con dar una vuelta por mi pago para ver la contradicción.
Fuente: Yo Amo Chascomús
Foto: Alejo Armendáriz