Por Martín Caparrós

Los argentinos adoramos los escándalos. Y somos buenos produciendo escándalos: como todos, o un poco más que todos –siempre todos nos creemos que “un poco más que todos”. Pero, más allá de chauvinismos tristes, aquel escándalo fue realmente adorable.

El viernes 19 de febrero el señor Horacio Verbitsky, un reputado periodista argentino de 79 años, reconocido oficialista, contó en un programa de radio que el día anterior había recibido una vacuna que no le correspondía en una dependencia especial del Ministerio de Salud Pública. Después se supo que otros paniaguados del gobierno habían hecho lo mismo. Era intolerable que unos pocos amigos del poder se vacunaran mientras tantos que lo necesitaban con urgencia no lo conseguían, y se armó el escándalo: el ministro y el periodista perdieron sus empleos y el Vacunatorio Vip quedó registrado, con toda justicia, como un ejemplo de corrupción y desprecio por la ley y la solidaridad. Fue uno de los puntos más bajos de un gobierno que no los escatima, y los grandes medios hablaron de eso semanas y semanas.

El domingo 9 de mayo el señor Mauricio Macri, un empresario y político argentino de 62, presidente del país entre 2015 y 2019, contó en su página de Facebook que se había vacunado en una farmacia de Miami, Estados Unidos, donde había viajado para participar en un “foro sobre la democracia”. En febrero, cuando el escándalo de su enemigo Verbitsky, el ex presidente había declarado –esta vez por Twitter– que “ante las reiteradas consultas sobre si me he vacunado, quiero aclarar que no me di ninguna vacuna contra el coronavirus y tampoco lo voy a hacer hasta que el último de los argentinos de riesgo y de los trabajadores esenciales la haya recibido”. Todavía hay millones de “argentinos de riesgo” que no la recibieron y el señor Macri se vacunó anteayer como solo pueden hacerlo los ricos: viajando a un país donde hay vacunas y pagándolas. Podría parecer intolerable: un señor que miente sobre sus intenciones y que las incumple usando sus privilegios de clase, pero no. Los mismos medios que se habían escandalizado con tanta razón cuando el periodista se vacunó gracias a su cercanía al poder político solo reseñaron, con toda discreción, que el político y empresario se había vacunado –gracias a su dinero.

Algún espíritu ingenuo podría sorprenderse, pero sabemos que la mayoría de los grandes medios argentinos miden el paño con varas muy distintas. La reacción social es más reveladora: no parece que muchos de los que se indignaron con la corruptela vacunatoria del periodista influyente se indignen ahora con la falsedad y prepotencia vacunatorias del político rico. La diferencia entre ambas reacciones es un ejemplo perfecto del papel social de la corrupción, ese azote y bálsamo de estos tiempos.

Lo que hizo el señor Verbitsky fue ilegal: incumplió las normas de su gobierno que dicen que las vacunas se deben aplicar según cierto orden de prioridades. Lo que hizo el señor Macri fue legal: cumplió las normas del capitalismo que dicen que el que tiene plata consigue más que los demás –incluyendo, por supuesto, mejor medicina.

Si en general aceptamos que un tipo que tiene más tiene derecho a tener más, ¿por qué vamos a discutir que ese tipo tenga derecho a vacunarse antes que otros? En términos jurídicos no hay nada que reprocharle al señor Macri; para reprocharle algo habría que suponer valores éticos –ideológicos–: la injusticia de la desigualdad, la importancia de la solidaridad, la condena del sálvese quien pueda, esas cosas que no están sancionadas por nuestras constituciones.

Su acción, entonces, no puede recibir ninguna sanción legal porque es legal; podría, si acaso, recibir una sanción política porque es política. Pero para eso habría que discutir y definir qué privilegios puede comprar el dinero y cuáles no, si está bien que los ricos hagan lo que quieren, si un gobernante debe vivir como sus gobernados, tantas cosas. En cambio la condena de la corrupción es simple y clara: el que consigue ventajas gracias a su relación con un estado comete un delito. Y no es preciso discutir sobre el orden social, las ventajas, las desigualdades: alcanza con atenerse a la letra del código penal, que, en cambio, no dice nada sobre los que concentran el dinero –o las vacunas– que tantos necesitan. Por eso las denuncias de corrupción ocupan tan a menudo el lugar del debate político. Por eso es tanto más fácil hablar de corrupción que de proyectos. Por eso el honestismo funciona tan bien.

Llámase honestismo a “la convicción de que –casi– todos los males de un país son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular, dejando de lado todo el resto de las causas que los producen”. Para muchos, cargar todas las culpas sobre la corrupción es una forma de esperanza. El honestismo permite creer en soluciones mágicas: que si nadie robara, te dicen, todo se arreglaría –y esa certeza elude o cierra la necesidad de discutir modelos, proyectos, políticas. El recurso a la corrupción es la forma de postular que si hay desigualdad, si hay injusticia, si hay miseria no es porque un sistema las produzca sino porque unos individuos se quedan con lo que no debieran: porque son malvados, perversos, esas cosas. La corrupción sirve mucho para sostener este sistema: nos quiere hacer creer que es bueno, sólo que hay malos que lo usan en beneficio propio. La corrupción es la explicación de una época que no sabe cómo explicarse, cómo pensarse, cómo superarse. Ni, se diría, cómo vacunarse.

Fuente: Cháchara