El 31 de diciembre vencerá el plazo acordado hace una década para que el Estado nacional y las provincias cierren en forma definitiva manicomios, neuropsiquiátricos y centros de internación monovalantes. La norma obliga a que el sistema de salud disponga servicios públicos y privados que permitan a los pacientes vivir en comunidad. Aquí, los números de la locura y los testimonios de los sobrevivientes.
A una década de la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental, la Argentina sin manicomios es poco menos que una utopía. La norma se constituyó en un hito de relevancia en la intención sustituir en forma definitiva los manicomios, los neuropsiquiátricos y los centros de internación monovalentes por dispositivos y servicios que permitan a los pacientes vivir en comunidad. El objetivo está muy lejos de cumplirse. Los pacientes siguen encerrados y sus derechos muchas veces violentados.
La letra y el espíritu de la ley reflejan una fuerte voluntad de garantizar los derechos humanos, lo que hizo que fuera apoyada por organismos nacionales e internacionales. También por una gran cantidad de entidades de la sociedad civil que desempeñaron un rol central en el diseño y en la aprobación de la ley. Pese a todo, el sistema continúa siendo hospitalocéntrico y basado en el aislamiento.
En este tiempo no se implementaron políticas públicas estructurales para cumplir con la ley y, por lo tanto, hay enormes dudas sobre la posibilidad de hacerla efectiva. Ante esta situación, la Asociación Civil por la Igualdad (ACIJ) lanzó Argentina sin manicomios. ¿El objetivo? Divulgar las historias de quienes sobrevivieron al encierro psiquiátrico y desarticular así los prejuicios que pesan sobre ellas. El sitio, además, genera conocimientos sobre la norma y la situación de la salud mental en el país. También se propone relevar y difundir los modelos de salud mental comunitaria, compartir reflexiones y analizar lo sucedido en estos diez años.
Como una forma de ayudar a visibilizar la problemática, producir cambios estructurales en el abordaje de la salud mental y derribar falsos estereotipos, se publican a continuación los datos estadísticos y los testimonios recogidos por ACIJ.
La voz de los sobrevivientes y las estadísticas
“En el manicomio uno siente ansiedad, aislamiento. Siente la mirada estigmatizante de la familia y parte de la sociedad con la que uno se vincula. Siente que no puede preguntar, que si otro pregunta algo está bien y si lo pregunta uno, los demás se asustan. Uno siente la espera, y piensa: ¿Quién me metió acá? ¿Qué hice yo para merecer esto? ¿Y los responsables? No se habla de las miles de vidas que están bajo tutela psiquiátrica, con inodoros rebalsados de excrementos, con rejas en las puertas, con gente yendo y viniendo, con represión policial, con profesionales que ignoran la Ley de Salud Mental, con agua fría para bañarse, con las sábanas sucias, las camas y las paredes llenas de bichos y todas sucias, con la comida vieja, los rostros demacrados, la ropa sucia, el olor feo… Hablemos de la alternativa al manicomio, exijamos al Estado que se haga responsable generando más casas de medio camino, que nos garantice los derechos básicos como a cualquier persona, como salud, educación, vivienda y trabajo. Que tengan sueldos dignos los psicólogos, los psiquiatras, los acompañantes terapéuticos de la nueva era, los que se oponen de verdad a la lógica manicomial y se plantan por el cumplimiento de la Ley de Salud Mental junto a nosotros”, expresa Juan.
En nuestro país hay 162 manicomios, el 75 por ciento centros son privados y el resto públicos. En ellos permanecen internadas 12.053 personas, de las cuales 266 son niños, niñas y adolescentes. Seis de cada diez personas están internadas contra su voluntad.
“No extraño el hospital, estoy segura que no es un buen lugar para vivir. Cuando me internaron supe por primera vez en la vida lo que era estar fuera del círculo de familiares y vecinos. Algunas prácticas del hospital como las duchas colectivas, la falta de espacios para la intimidad, o la presencia de enfermeros varones, me dañaron el pudor. Pero la experiencia dolorosa de estar muchos años internada, me dejó algo positivo: el querer hermanarme en igualdad con las personas que también estaban ahí, con sus problemas y sufrimientos. Ese sentimiento lo mantengo hasta hoy. En el hospital quise empezar a tomar mis decisiones, la más importante fue salir a vivir en la comunidad”, manifiesta Ana.
El tiempo promedio de internación es de 8,2 años, pero al menos una de cada cuatro personas registra entre 11 y 90 años de internación. Solo el 36,4 por ciento representa un riesgo para sí o para terceros.
“Estuve 22 meses internada. Cuando salí de la crisis ya había perdido toda posibilidad de retomar mi vida, la forma propia del hospital me encerró. Si bien no fui agredida personalmente durante la internación, siempre supe que la forma de vida en el hospital fue profundamente dañina para mí. Hoy vivo con otras personas que estuvieron internadas, en libertad y sin ninguna dificultad, y trabajo en un emprendimiento laboral”, dice María.
“Sufrí una larga internación, que fue una injusticia inaceptable. Estar en el manicomio es mucho peor que estar en la cárcel. En él se pierden los lazos afectivos, tanto al momento de la internación como a lo largo del tiempo de aislamiento. Nadie debería vivir allí. En el hospital hay falta de autonomía en las decisiones cotidianas, rutinas en que todo está establecido sin margen para elegir qué hacer, cuándo, cómo, con quiénes. En una repetición sin fin. La internación hace perder la condición de persona y quita la capacidad de ansiar la libertad. La misma internación nos robotiza”, cuenta Verónica.
El 58,8 por ciento de los internados tiene vivienda, pero solo el 26 por ciento puede disponer de ella. El 68,8 por ciento tiene ingresos propios, pero apenas el 28 por ciento puede administrarlos.
“Cuando me buscaron para internarme había policías, psiquiatras y enfermeros. Cuando los vi me puse muy mal, nunca imaginé semejante cuadro. Intenté evitar la internación pero los enfermeros me sometieron con mucha violencia, me pusieron un chaleco de fuerza, y me trasladaron en una ambulancia acompañada por un patrullero. En toda la clínica había cámaras, ninguna privacidad. Un montón de puertas, como blindadas, se iban cerrando de golpe y con mucha fuerza, una tras otra mientras uno pasaba maniatado y llevado a las rastras. Estando ahí, no tenía ganas de comer ni de nada, entonces me drogaron absolutamente y amanecí en una cama totalmente desnuda, en una sala general de hombres y mujeres. Tenía un pañal, ni siquiera podía ir al baño, y tenía las manos y pies sujetos. No había nadie que viniera a decirme mis derechos. Al momento de mi internación, yo no sabía que ya había una ley en la Ciudad de Buenos Aires que se estaba violando totalmente. Hoy sé que la única manera que hay para una rehabilitación es que todas las personas puedan acceder a un trabajo, a una vivienda, a un entorno social y a una inclusión social real en distintas actividades”, narra Bárbara.
Solo el 41,6 por ciento de los internados manifestó que puede realizar llamadas telefónicas y el 16,3 por ciento dice tener que pagarlas con su dinero. El 34 por ciento no recibe visitas.
“Estando internado no podía dejar de cumplir a rajatabla lo que decían los médicos. Tomaba ocho medicaciones por día que, en su mayoría, no resolvían el problema. Una vez casi me matan por el exceso de psicofármacos. Por milagro sigo vivo. Cuando me fui del hospital, decidí no tomar más medicación, salvo aquella que me ayude a resolver mi problema, y hacer mi vida como cualquier persona. Yo también tenía una declaración de insania que no me permitía disfrutar de mis derechos como persona. Me habían quitado esa posibilidad, y me pusieron bajo curador oficial. Hace 5 años pedí su revisión y cerraron la causa. Actualmente, la gente sigue sufriendo en los hospitales psiquiátricos. Yo sigo luchando para que todas las personas con problemas mentales tengan los mismos derechos que yo, tengan derecho a decidir sobre su propio destino, a decidir sobre su medicación, y a decidir cómo vivir su vida”, cierra Eduardo.
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Fuente: Socompa – Periodismo de frontera