“Fue mucho más tarde, el día que me senté en la costa

y me comenzaron a rondar los recuerdos.

Una tarde cualquiera de verano”. [1]

Se alojan en los recuerdos placenteros de la infancia las imágenes del pasto verde, el agua saliendo de una manguera, el cálido sol, la observación de los insectos, los pies descalzos en el pasto o en la arena, los juegos con amigos del barrio hasta entrada la noche. Tiempo en el que el cuerpo, menos sujeto al régimen de la demanda, se enlaza con experiencias de satisfacción en el encuentro mismo con las cosas.

El verano es, muchas veces, esa fracción de tiempo en el que se depositan deseos y se tejen experiencias de placer. Constituye un tiempo en el que el orden de las actividades cotidianas se ve modificado por la extensión de las horas de sol y por el clima más favorable para estar al aire libre. El tiempo y el espacio organizados por una rutina sufren modificaciones con el receso de muchas actividades. Ocasión socialmente destinada para el ocio que configura la posibilidad de un encuentro con lo diferente.

No es extraño que la distancia con algunas obligaciones revele modos de satisfacción que han quedado suspendidos y traiga aparejada reflexiones enlazadas con la necesidad de producir cambios en cómo se vive. El reencuentro con una actividad que se disfruta o el solo hecho de disponer de tiempo no programado restituye la dimensión del deseo. Es habitual escuchar cómo en ese tiempo no signado por lo pautado algunos sujetos se vuelven a encontrar con sus parejas. Es que la rutina, el tiempo cronometrado, el régimen de la demanda cotidiana y las obligaciones, funcionan como distancia, obturando el encuentro con ese más allá de la demanda. En ocasiones se producen también modificaciones en las presentaciones sintomáticas, el padecimiento también se toma vacaciones, lo que nos enseña cuán aparejado está el sufrimiento con el modo de lazo social.

El lugar del ocio ha sido reducido en nuestra sociedad a escasos momentos por las exigencias materiales de la vida y por el empuje a la producción del sistema capitalista, que transforma el minuto en mercancía. Lejos estamos de aquello que los antiguos denominaban Otium cum dignitae, hoy el tiempo de ocio más que un encuentro con el placer se configura como una exigencia de goce. Al punto en que muchas veces también las vacaciones suelen ser planificadas como un menú por pasos en las que no hay que perder, ni perderse. ¡Hay que escaparse y aprovechar! En relación a esto, Lacan[2] interroga la relación que se establece con el placer en el capitalismo, en donde para obtener el “no demasiado trabajo”  hay que romperse el alma. En donde el Otium es forzado y es “indigno” aquel que no sigue trabajando en su tiempo libre, subrayando cómo la empresa capitalista no pone los medios de producción al servicio del placer.

El no disponer de un tiempo de pausa en relación a las exigencias de utilidad es también no disponer del propio cuerpo, del propio pensamiento, del propio deseo. El tiempo de ocio, cuando funciona verdaderamente como corte en relación a la demanda de producción, habilita la elección, es el tiempo en el que no sabemos lo que tenemos que hacer, encontrándonos por fuera del principio de utilidad directa. Ese aflojamiento de las ataduras en el modo en que el sujeto se enlaza a lo social abre intersticios por donde se experimentan satisfacciones por fuera de cálculo, momentos que carecen de valor de cambio.

La sesión analítica forma parte también de ese “paréntesis en la existencia minutada del sujeto contemporáneo consagrado a la utilidad directa”[3] y desde este punto de vista se emparenta con el tiempo de verano. Introduce esa suspensión que habilita el encuentro con otra cosa, eso que no está pautado y que irrumpe extraño e íntimo como lo singular.

  1. Haroldo Conti. Todos los veranos. Cuentos completos. Emecé. Buenos Aires. 2015.

2. J. Lacan. De un Otro al otro. Libro 16. Paidós. Buenos Aires. 2008.

3. J. A. Miller. Un esfuerzo de poesía. Paidós. Buenos Aires. 2016.

* Psicoanalista. Psicólogo del Hospital Municipal “San Vicente de Paul” de Chascomús.

Fuente: Página 12.