A mediados del siglo pasado el tradicional pueblo argentino de Chascomús tuvo una falsa monarquía, nacida en un bar para hombres. La bohemia exagerada marcó esos seis años de un delirio extravagante y pompa real. Esta es la historia increíble de una ciudad que, ahora, busca recrear aquél reinado: el reino de la amistad. 

*Publicada en revista Gatopardo (México), abril de 2009.

En el comienzo, lo típico: la frase arrojada al aire, el vaso enarbolado y salpicando sin demasiado pudor. Son los años cuarenta, y es un pueblo en Argentina: el tiempo y el espacio en que sucedió, una vez más, esa exageración verbal y etílica de la fraternidad, el cariño, la amistad. Pero esa noche, la consigna prendió como una vacuna. “Tenemos que hacer de la amistad un reino”. Lo que en el común de los casos se evapora la mañana siguiente a fuerza de analgésicos y sales digestivas, en Chascomús, este pueblo al sur de la capital argentina, supo llegar a límites increíbles. Y sigue buscando grietas para negarse a desaparecer.

Tanto, que es octubre de 2008 y por la calle Libres del Sur avanza, entre estampa circense y decadencia real, un grupo de hombres ataviados con capas coloridas, pelucas pomposas y carruajes muy antiguos. A la cabeza, un calvo monarca y su corona, mientras suena insistente la onomatopéyica “Za Za”, algo así como la marcha real, según explican algunos vecinos apostados al paso de la caravana. La escena, cuentan los mismos vecinos, sabe agridulce, huele a remake de algo que fue y busca seguir siendo más de medio siglo después.

Chascomús se debate hoy entre sentirse ciudad pequeña o pueblo grande, y aunque en todo el partido la cantidad de habitantes supere largamente los treinta mil, la baja altura de las construcciones y la parsimonia del día a día juegan a favor de la segunda opción. Depende de la voluntad y el gusto de quien la mire. Pasa sus días recostada sobre el margen de una enorme laguna, a poco más de una hora de ruta al sur de Buenos Aires, en un camino que actualmente es rápido y directo. Es un bello pueblo, antiguo, y eso se nota a cada paso. Callecitas estrechas de empedrado zigzaguean entre caserones de puertas altas y luminarias de hierro forjado. El entramado de calles y bulevares desemboca en el gigantesco espejo de agua, sello y orgullo de sus habitantes, ese que da buena pesca y es paseo obligado en las tardecitas en las que el calor comienza a apretar. La fundación de Chascomús data de 1779, en una zona en la que no es nada extraño encontrar tierras muy fértiles y que supo ser fin de riel del ferrocarril cuando eso significaba algo en la formación y expansión de los pueblos.

En cierto aspecto, Manuel Constenla tampoco tenía nada de extraño. Bajó de un barco hacia 1935, después de una cantidad agotadora de días de viaje transoceánico, dejando su España natal atrás. Mientras tanto, cientos de inmigrantes de toda la deprimida Europa hacían exactamente lo mismo poniendo los pies en la Argentina del periodo de entre guerras. Con el zumbido de los momentos previos a la Guerra Civil todavía resonando en su cabeza, Manuel (Manolo) supo caminar los empedrados del pequeño pueblo argentino hasta dar con su nueva vida en América. Aquí conoció a los Fourquet, una familia chascomunense dueña de la gran esquina de las calles Buenos Aires y Soler, un terreno que comprendía un local y la vivienda familiar justo al lado. Con unos pocos pesos, en esa esquina Manolo apostó a abrir las puertas de su propio sueño americano un año después de pisar tierra argentina. Bar El National fue el nombre. Una “te” en el lugar donde la legislación argentina no permitía una “ce”: ningún emprendimiento privado podía llevar el nombre nacional. El gobierno era el primero de Juan Domingo Perón, e iba a estar a la cabeza del país mientras durara toda esta historia.

“La sociedad del pueblo en ese momento todavía tenía el brillo de una típica sociedad tradicional”, piensa Alicia Lahourcade, arrellanada en el sillón de su casa en el casco histórico de Chascomús. Es la historiadora de la zona, algo así como la voz más autorizada en términos cronológicos. Lo que encerraba ese brillo eran tabúes, una diferenciación de distintos sitios para cada sector y clase social; los resabios de una aristocracia pueblerina. Y El National se convirtió en un típico bar para hombres, donde sólo los domingos alguno que otro habitué podía convertirlo en un bar de parejas. Pero era la excepción.

Los vermouths de la tarde, antes de la cena, se repartieron entre un puñado de bares y cafés de pueblo y El National fue haciéndose de una clientela casi fija, en los años en que algunos apellidos históricos e inquietos de la zona daban vida al Club de las Ideas, una primera excusa corporativa para las charlas de café. Manolo Constenla, bonachón y rústico, era el centro de la escena: duro pero amigable, un diamante en bruto entre una clientela de clase “tradicional pueblerina”.

Una década tuvo que pasar para que el grupo de parroquianos de El National llegara, a fuerza de alcoholes de sobremesa, a macerar una relación definitiva con Manolo. En el atardecer del 23 de octubre de 1945, entre varios de los firmes clientes decidieron homenajear al querible anfitrión con una placa colocada en la entrada. Ésa fue la primera piedra: en el transcurso de 1946, el grupo de hombres fue estrechando su relación y para el 20 de octubre de ese año instauraron el “Día de la Amistad”, un par de decenios antes de cualquier alunizaje y fecha mundial.

Una bella historia de amigos que se cierra. Hasta aquí, nuestros hombres de la sociedad tradicional pueblerina ponen su fecha, celebran su día, y todos contentos. (*)

Por Sebastián Benedetti

Periodista, técnicamente Licenciado en Comunicación Social, Especialista en Periodismo Cultural y Docente en la UNLP – UNICEN. Sus notas, crónicas y coberturas de viajes fueron publicadas en Página/12, La Nación, Brando, Rumbos, La Pulseada, Diagonales, Gatopardo (México) y Séptimo Sentido (El Salvador). Autor, entre otras publicaciones de los libros Estación Imposible y Lado B, Historias desde las fronteras de la realidad (incluye esta crónica y puede encontrarse en https://perio.unlp.edu.ar/archivoperio/node/8268).

Las ilustraciones del libro Lado B, entre las cuales se encuentra la portada de esta crónica, fueron realizadas por Eduardo “Taladro” Cejo.

(*) Con la llegada del mes de Julio ANTI les propone celebrar la amistad. Para ello, nada mejor que la nota de Sebastián, publicada hace más de una década, pero de vigencia eterna. Serán cuatro entregas dominicales por el mismo precio, nada, así como no tiene valor contar con buenos amigos.