@anonmehicieron, la doctora que describe, sin revelar su identidad, situaciones singulares en la guardia del hospital, narró esta vez el ingreso de un adolescente con aparentes señales de abuso que, tras revisación y entrevista con el personal sanitario, resultó ser una simple ocurrencia juvenil, acompañada de otra importante confesión, ambas cuestiones, para nada drásticas.

Pre Covid. Llega en ambulancia traído de la escuela. Jean claro, remera oscura, pelo negro grasoso tirado hacia atrás y unos cuantos granos nuevos entre los pozos que dejaron los que se fueron, típico adolescente. Viene en silla y se lo ve muy entero, serio, compenetrado en morderse el labio de abajo hasta que una gota de sangre comienza a recorrerle el mentón. Estira la lengua y la lame. Sonríe un segundo y, apenas nota que lo miro, retrae las comisuras.

La sangre brota de nuevo y cuando mueve la mano para atajarla, una ola de perfume a chivo puro casi que me tumba. Saco gasas del bolsillo, abro el paquete y se las ofrezco. Las agarra sin agradecer y escribe en el celular. Pienso en que cuando yo tenía su edad, gracias si tenía teléfono fijo.

Me acuerdo de cuando conocí al amigo rubión de mi primo del medio. Primero nos carteábamos, primo por medio, semana a semana. Eso hasta que en una carta me pidió mi número de teléfono. Dudé unos segundos, más que nada porque el aparato estaba en el cuarto de mis papás, pero al final se lo escribí igual. La primera vez que llamó, lo atendió mamá. En la charla hubo unos cuantos silencios y extrañé las cartas. Para la siguiente llamada, el que atendió fue mi viejo. No sé cuánto puede haberlo interrogado en los escasos minutos que demoré en agarrar el tubo, pero el chico parecía apichonado y la conversación resultó casi vacía y demasiado breve. Desde ahí, papá se quejó durante dos semanas de que llamaban y cortaban apenas atendía. Sospeché que era el muchacho en cuestión e intenté llegar primero al teléfono; fue imposible. No hubo más llamadas ni tampoco cartas. Recién con los años agradecí en cierta forma el filtro paterno y hoy, de tanto en tanto, pienso que me vendría bien y hasta me salvaría de unos cuantos cagones.

El médico de ambulancia que lo trae tiene pozos en la cara igual que él. Viene acompañado por una mujer que huele a lavanda –me informa que es profesora del colegio–, de anteojos redondos color carey y pelo a tono con rulos electrificados cual corona. La señora, que va para los sesenta años, agarra el costado de la camilla y no deja de mirar al chico con ojos sobrepoblados de miedo. Él sigue con el celular.

–Contame –le digo al médico de ambulancia.

Me hace señas para que nos alejemos.

A dos metros y monedas de la camilla me explica, en voz tan baja que apenas lo escucho, que podría ser un caso de abuso.

–El vago dice que no –aclara–, pero tiene manchado el jean sobre la región anal y es menor.

–¿Manchado? –pregunto como queriendo ratificar el horror que puede que se me esté por venir.

–Parece sangre, sí.

Le tomo los datos del paciente y le firmo el recibido. El chico tiene quince y por un mes no es de pediatría.

La Flaca le acaba de dar el alta a un borracho de aroma ácido –mezcla de vino, vómito y orina– que estaba al fondo, solo en el consultorio por su escabiosis (sarna). El chico de limpieza entra justo y le pido al paciente y a la profesora que esperen en el pasillo. A los cinco minutos los tengo ubicados en un consultorio que todavía huele a lavandina. Él se sienta, medio de coté, sobre la camilla aún húmeda. Ella se queda parada al lado abrazando una cartera blanca de base beige que hace juego con sus anteojos mientras me informa que ubicaron a la madre y está en camino. Del padre no dice nada.

–¿Querés que la esperemos y ahí me contás? –le pregunto al chico.

–¿Querés que le muestre el toor a mi vieja también? –responde él cargado de ironía y sigue con el celular.

–Entiendo que te pueda dar vergüenza, el tema es que sos menor… puedo pedirle al trabajador social que venga si te parece… –le contesto.

–Si querés llamá al papa, pero ni mi vieja, ni la profe me van a ver el orto. ¿Está claro? –habla con bronca y en los ojos tiene un dejo de humedad.

–Está bien, no te preocupes que entendí perfecto.

–Seguro –gruñe.

Le escribo al trabajador social. Está con el psiquiatra y la psicóloga con una adolescente que trató de matarse y me pide que aguante un rato. Le mando un pulgar en alto, respiro hondo y cuento hasta cinco.

–¿Me contás por lo menos si alguien te lastimó? –arranco otra vez.

La profesora abre grandes los ojos y lo mira.

–La profe me hizo chas chas con la regla –se ríe.

–Estamos hablando en serio –lo reta la mujer.

Él revolea los ojos, sube las cejas, sacude la cabeza y se dirige exclusivamente a mí.

–Se me lastimaron unos granos ahí, nada más. Si me los quieren curar, de diez, pero dejen de romperme los huevos con algo que no hay.

Lo dejo con la profesora y salgo a buscar a algún compañero varón que se ofrezca para revisarlo. Siento que así va a estar más cómodo. Le pido al Petiso y me salta con que mejor lo vea cirugía porque si son forúnculos los tienen que drenar ellos y que si es proctológico también les toca ocuparse. Refunfuño mientras le escribo a un residente que creo que tiene bastante tacto. Antes de mandar el mensaje veo de refilón al jefe de residentes. Lo borro y le cuento a él el asunto. Acepta revisarlo sin oponer la más mínima resistencia, solo me ruega que le de unos minutos hasta que evalúe a tres con dolor abdominal que le pidieron antes.

El trabajador social llega justo al mismo tiempo que la madre. La mujer entra pálida, con la camisa blanca empapada –se le transparenta un corpiño violetón–, con olor a una mezcla de colonia floral con transpiración mal enmascarada por un desodorante que parece ser de hombre. Tiene el rímel y el delineador corridos y las mejillas surcadas por un par de trazos negros que se nota que intentó borrar sin lograrlo del todo.

–Dígame que no es verdad –me larga apenas me presento.

Parece que le dieron a entender telefónicamente el tema del abuso. El trabajador social me mira y sacude la cabeza. Yo intento calmarla con que todavía no sabemos mucho, que su hijo dice que solo se le reventaron unos granos y que estamos por revisarlo, que sería bueno que hablara con él y escuchara su versión y que entre eso y lo que salga del examen físico, vamos a entender un poco más. Ella asiente y, acto seguido, abre la puerta del consultorio con una fuerza que su cuerpo menudo no parece capaz de albergar. El picaporte colisiona contra la pared largando un ruido a metal contra cerámicos que se hacen añicos. A eso se suman un par de aplausos seguidos de un:

–A ver si le inyectan algo a mi vieja que está un poco sacada… –es el hijo que la mira, sacude la cabeza y vuelve al celular.

La mujer se disculpa, levanta dos fragmentos grandes de azulejo, los deja sobre el extremo de la camilla y se acerca al chico.

–A mí me vas a decir la verdad –le escupe sin anteponer un saludo y lo abraza.

Él sigue con las manos en el teléfono y los brazos pegados al cuerpo.

–No pasa nada, vieja. Son estos que no sé qué se fumaron –señala con la cabeza a la profesora.

La mujer de los anteojos carey mete los labios para adentro y junta las cejas. Se queda así unos segundos y luego nos pide a la madre y a mí de hablar afuera.

–Vayan. Así les llena la cabeza –se queja el chico.

Lo dejo con el trabajador social al que ahora se suman el psiquiatra y la psicóloga y me alejo con la madre y la profesora que habla con voz temblorosa. Pide disculpas si se alarmó demás, pero le pareció que el chico presentaba claras señales de abuso. Enfatiza que en esos casos es mejor actuar de más que de menos, que ella no puede callarse, que el chico puede estar encubriendo a alguien, que hay que evaluarlo bien… Estoy a punto de abrir la boca –no sé bien para decir qué de todo lo que retumba en mi cabeza– cuando la madre se abalanza sobre la profesora en un abrazo relleno de lágrimas que salen desde ambos bandos. Yo me quedo ahí, a un costado, y miro por el pasillo cómo la Flaca hace pasar a una mujer con la pierna vendada cuya podredumbre se huele desde acá.

La madre y la profesora se sueltan y la primera emite un “gracias” hacia la mujer de los anteojos carey –que ahora se suena la nariz– y otro luego hacia mí también.

Para cuando volvemos al consultorio el jefe de residentes de cirugía ya está adentro.

–Si le parece, lo reviso –le pide permiso a la madre.

Ella mira al hijo.

–Dale, salí, vieja. Así me creen de una vez… Acá no te vas a quedar, ya te lo digo –ladra él.

El trabajador social se ofrece a estar –tal vez así la madre esté algo más tranquila–, aunque en un rincón y la mujer acepta. Los demás salimos y nos conglomeramos en la puerta del consultorio. Pasan dos minutos, tres, cinco, diez y la puerta no se abre.

La madre ya está pálida y llorando otra vez. La psicóloga, con una sonrisa suave y toda la dulzura de la que es capaz, le sugiere que vaya al quiosco de enfrente y se tome un café con la profesora a la que no dejan de temblarle las manos. Ella la trata de loca, de desubicada, le ruge que cómo se le ocurre que va a dejar solo a su hijo con esto, que no piensa moverse de ahí. La psicóloga insiste con que el asunto puede demorar, que a su hijo lo tienen que revisar minuciosamente y eso lleva su tiempo, que además puede que el chico escuche su voz –tan cargada de preocupación– a través de la puerta y se angustie y que es mejor que él no la vea tan mal. Al final, la mujer acepta y la profesora la sigue con un dejo de alivio en sus cejas que se separan. Se alejan taconeando y abro los oídos hasta que el ruido se esfuma.

Dos minutos después, sin que la madre haya vuelto aún, sale el jefe de residentes de cirugía con la boca ladeada y la frente fruncida. Granos no son, aunque tampoco abuso, al menos no según lo que refiere el paciente. Tiene condilomas –verrugas por HPV–, unos cuantos, algunos medios grandes y agrupados.

Resulta que el chico, en un intento de hacerlos desaparecer, mientras estaba en la ducha antes de la escuela tuvo una idea que le pareció brillante y les pasó la piedra pómez. Como con eso no se iban, a los que más sobresalían les dio con la afeitadora, encima. Ahí empezó a sangrar, así que se puso algodón, bastante y así se fue a la escuela. Obvio que, al rato, la sangre le llegó al pantalón.

–Ahora, con un poco de compresión bien hecha, ya no sangra, pero va a haber que estudiarlo a este flaquito –dice refiriéndose a ver si no se contagió HIV, sífilis o algo más (las enfermedades de transmisión sexual van de la mano)– y lo vamos a tener que meter a quirófano programado para quemarle eso que se pescó.

La psicóloga se lleva la mano a la frente. El psiquiatra niega con los ojos entrecerrados y se suena los nudillos. Yo asiento con movimientos cortos y repetidos y me arranco un pedazo de uña.

–¿Dijo algo de cómo se contagió? Digo… ¿fue abusado al final? –la psicóloga verbaliza lo que nadie se anima a preguntar.

–Ah, no, tiene un noviecito el flaco. Y no es el primero…

–¿Noviecito de qué edad? –pregunta el psiquiatra.

–Un compañero de la escuela, dijo.

La madre llega justo para la respuesta.

–¿Un compañero abusó de mi hijo? –grita mientras se abanica con la mano.

La paciente de la pierna podrida y una hipertensa se asoman a ver qué pasa. Un hombre que espera para que le inyecten algo observa la escena sin disimulo.

–Bajá tres cambios y tomate la pastillita, vieja –le grita el hijo desde adentro del consultorio.

Yo la guío a ella hacia donde está él –nuevamente sentado de coté– y les pido a ambos que bajen la voz. Atrás nuestro entra el equipo de salud mental; el jefe de residentes de cirugía saluda desde la puerta y se evapora.

–Cortala con que me violaron, vieja. Me tenés los huevos por el piso –arremete el hijo ahora sin gritar, aunque firme.

–Es que vos tenés que decirme qué te hicieron. Porque algo te hicieron, no me digas que no –llora ella.

La profesora, café en mano, pispea cada tanto desde afuera.

–Me hice. Yo me hice. Yo –gruñe él.

–¿Cómo que vos? ¿Qué hiciste?

–Me hinché los huevos de unos granos y me los quise arrancar, nada más.

–¿Qué granos? ¿De qué habla este chico? –indaga la madre.

Abro la boca para explicar de la mejor forma posible, o al menos de la que me salga, lo que está pasando, pero el chico levanta la mano y me frena.

–Te lo voy a decir yo para que no den vueltas acá, así que escuchame bien –le larga con el índice en alto–: soy puto, vieja. Soy puto y garcho.

–¿Pero qué decís? Si sos un nene… –se le escapa a la madre.

–Un nene que garcha –sigue él–. Garcho, vieja, pero nadie me violó ni nada de eso. Garcho con el que se me canta y ahora tengo un novio y todo.

La mujer se queda con la mandíbula suelta como si se hubiera tomado cinco relajantes musculares y no pudiera levantarla.

Tiene los ojos entrecerrados, todavía llorosos y no sé si más que antes. Mete y saca aire rápido un par de veces, se lleva la mano al pecho, respira profundo y finalmente larga:

–¿Y tu novio te dejó sangrando?

–No, vieja. Ya te dije que ese fui yo que soy un boludo.

–Vos no sos nada de eso –lo reta ella.

–Sí, vieja, soy puto y boludo. Me salieron unos granos que no quería que él me viera y me los quise rapar con la maquinita.

–¿De qué maquinita me hablás?

–La de afeitar, vieja. No va a ser la minipimer.

La madre lo mira con los ojos que parece que le van a explotar. Tengo miedo de que lo abofeteé. Lo mira unos segundos y pasa a mirarme a mí.

–¿Y qué se hace con esos granos? ¿Son malos?

–Se estudian –le digo–. Se hacen unos análisis para ver si es solo eso o si hay algo más y se queman en quirófano dijo el cirujano.

–¿En quirófano? ¿Lo tienen que operar?

–Es un procedimiento que no se hace acá en consultorio, digamos…

Ahí pregunta por lo de “algo más” y le explico que hay que ver que no haya alguna otra enfermedad que se haya podido contagiar teniendo relaciones sexuales sin protección, que se hacen unos análisis de sangre y, según lo que dan, se ve cómo se sigue.

–¿No te enseñó a usar preservativo tu padre? –le ladra entonces al hijo.

–¿Pensás que soy idiota yo? Le enseñé a los trece –se mete un hombre vestido de traje desde la puerta.

El hijo revolea los ojos.

–¿Qué está pasando acá? ¿Alguien me explica? –sigue el hombre.

–Pasa que tenés un hijo puto y pelotudo, viejo –le larga el hijo en un intento de resumen.

–¿Puto? No digas estupideces –contesta el hombre.

–Sí, puto.

–Nada de puto. A mí no me vengas con estas. Decime ya a quién estás encubriendo. Porque te violaron, me dijo tu madre. Decima ya quién fue que lo mato.

La psicóloga me hace señas para que salgamos y lo hacemos en fila y tratando de no hacer ruido. La profesora nos agradece en voz baja y se despide. Yo avanzo hacia la entrada de ambulancias. Alguien me llama, pero no me doy vuelta.

Sigo, a paso firme, quemando las suelas de mis suecos de goma violeta contra las baldosas. Salgo, tomo aire hondo y me prendo un puncho. Doy tres pitadas al hilo. Después saco el celular y le escribo a mi viejo que lo quiero mucho. “Yo también. ¿Estás bien vos?”, pregunta. Me quedo mirando la pantalla sin poder contestar mientras pienso que tengo que decirle al chico que tire a la mierda esa afeitadora.