El que diga que lee el diario –¿el diario?– para enterarse es un farsante o un iluso. Los diarios, cada vez más, se usan para otras cosas.

Leer el diario fue una de las actividades distintivas del siglo XX: un estandarte de modernidad en el sobaco. Durante milenios las personas no tuvieron idea de lo que pasaba a cincuenta kilómetros de sus casas; a mediados del siglo XIX algunos descubrieron que, si se enteraban de ciertos asuntos lejanos antes que los demás, podían hacer negocio, y montaron los medios para conseguirlo –Reuters, por ejemplo, se estableció en la Bolsa de Londres en 1851. Otros los imitaron, aunque no ganaran nada, y se creó, poco a poco, el mito de la información: que hay cosas que debemos saber –aunque no sepamos qué hacer con eso.

Así que, a principios del siglo pasado, la mayoría de los ciudadanos –los habitantes de las ciudades– compraba por lo menos un diario cada día; algunos compraban uno por la mañana y otro por la tarde para no perderse nada; algunos, dos mañaneros para ampliar la mirada. Y cada quien tenía, en general, su diario de referencia: aquel que le contaba lo que más le interesaba de la manera que le gustaba más. Leer tal diario –y no cualquier otro– era un signo de identidad, y cada cual organizaba su visión del mundo. Pero los grandes diarios hegemónicos intentaban presentarse como el espejo que reflejaba lo que realmente sucedía: la realidad hecha palabras.

Los diarios nunca tuvieron tanto peso como entonces. Después, poco a poco, fueron perdiendo el monopolio de la información a manos de las radios y las teles. Aún así, mantuvieron un lugar de prestigio. Muchos siguieron aferrados a sus diarios: les daban una versión del mundo que les gustaba o convenía y no querían perderla, aunque a menudo rabiaran contra ella. Aquella relación de amor y odio con mi diario es uno de los grandes chistes de la cultura del siglo pasado.

(Esos lectores eran muchos pero no eran tantos: en España, por ejemplo, el diario más exitoso llegó a vender, en su mejor momento, unos 400.000 ejemplares al día. Solo lo compraba un español de cada cien, aunque se suponía que eran los influyentes, y eso le daba poder y dinero.)

Durante los años de la IlusiónInternet, desde los primeros 2000 hasta hace poco, muchos dejamos de leer el diario. El acceso a todos los diarios se había hecho fácil e inmediato y, para los interesados, fue cada vez más simple armarse un recorrido propio, leyendo tal cosa en este, cual en aquel, buscando tal otra en el de más allá, googleando, buscando un tema o, incluso, un autor. Pero ya no leíamos el diario. Ya no comprábamos ese paquete completo, esa versión del mundo –con sus énfasis, sus jerarquías, sus desdenes, sus condenas– que fue, durante todo el XX, un diario.

En esos años, además, los diarios terminaron de perder cualquier pretensión de inmediatez a manos de las redes sociales. Cuando un diario contaba algo ya era viejo –ya lo sabíamos por otros medios– así que tuvieron que buscar otros rasgos que los justificaran. Las opciones fueron variadas; los ex grandes diarios hegemónicos, en general, eligieron sesgar sus opiniones: sacarse la careta ecuánime, “objetiva”, y tomar el partido que, suponían, sus clientes esperaban de ellos –y pagarían por ver.

Contra esa radicalización siempre nos quedaba –a los más hinchapelotas– la posibilidad de mirar varios diarios, ver qué dice tal, qué clama cual. Hasta que llegó, como siempre, el dinero.

En los dos últimos años la mayoría de los diarios ha asumido que la publicidad no alcanza para pagar sus facturas y sus deudas y ha decidido cobrárselas –como antes de la IlusiónInternet– a su público. Era lógico pero, como siempre, sus consecuencias desbordaron a sus causas. Ahora los diarios, que durante esos años casi felices fueron espacios abiertos a cualquiera, se cerraron de nuevo: la noticia escrita volvió a ser propiedad privada.

Y se acabó, entonces, el paseo: para mirar qué dice fulano en Tal o qué dice Tal sobre fulano habría que pagarle a Tal un dinero al mes, todos los meses, y muchos no podemos o queremos. Sobre todo, no tenemos ganas de darle plata a aquellos “enemigos” que mirábamos para indignarnos. Ahora nadie que no trabaje en esto va a pagar varios diarios para comparar o, mejor, despotricar. Y entonces buscamos uno o dos medios que nos resulten, por distintas razones, más o menos cercanos, y nos abonamos o suscribimos –la palabra suscribir es fuerte: significa, literalmente, escribir debajo, firmar y, menos literal, estar de acuerdo. Con lo cual, otra vez, nos limitamos, como en tiempos del papel, a “nuestro” diario. Volvemos, tras un paseo por la diversidad, a la era del diario único o casi único. El siglo XX no se rinde.

Hemos vuelto a leer el diario: ese sistema de consumo que nos cierra tantas puertas. Lo cual podría, quizá, solucionarse cuando la desesperación de sus dueños los lleve a aliarse y aceptar un sistema tipo Spotify: una suscripción mensual que diera acceso a muchos medios al mismo tiempo, que nos permitiera volver a los tiempos del recorrido picadito.

Mientras tanto, todos se pelean para conseguir abonados. Los diarios, que ya se habían vuelto más partisanos para compensar la pérdida del monopolio de la actualidad, ahora lo exacerban para que los suyos tengan ganas de pagarles: si cada quien consume el diario que le dice lo que quiere escuchar, cada diario debe esforzarse por decir exactamente eso, y por decirlo fuerte. El ejemplo del New York Times y cómo ganó abonados con su oposición a Trump y el estrechamiento de su amplitud editorial ya se estudia en las facultades –de negocios.

(El recurso más usado con los clientes directos es darles lo que quieren, producir versiones “periodísticas” del axioma básico que dice que el cliente siempre tiene razón. Para conseguir más clics, entonces, les dirán que Fernández o Sánchez son traidores a la madre o que Sánchez o Fernández son salvadores de la patria y, ya que estamos, les contarán siete historias de starlettes y cinco de perritos. Así conseguirán algunos clics, pero nunca suficientes. Entonces intervendrá el recurso más usado con los clientes indirectos –los publicitarios que pautarán o no en ese medio–: decirles a ellos también lo que quieren oír. Darles cifras, aunque sean fake news, fake numbers. Cada vez más la guerra del clic se resuelve con trampitas; cada vez más, cuando los señuelos de mierda no les funcionan, muchos medios recurren a los peores trucos para conseguir más clics. En España, últimamente, medios reputados se compran páginas web de servicios o ventas o juegos para sumar sus clics y aumentar la cifra general, o alquilan supuestos usuarios de redes sociales que les cliquean las notas, u otras manganetas donde, una vez más, el medio se vuelve fin: lo que debía ser instrumento de medida ya solo se mide a sí mismo. Y ofrece datos que todos los interesados simulan creer aunque saben que son falsos: una síntesis de tantos intercambios actuales.)

Todo avanza en esa dirección: la lógica del sesgo se ha impuesto en la mayoría de las radios y las redes sociales te dan para que tengas y las personas, entonces, se encierran cada vez más en sus propias opiniones. Se esconden en munditos donde todo les confirma lo que creen, donde nada les permite repensar las cosas, donde se mantiene ese círculo vicioso o virtuoso –cada vez me resulta más difícil distinguirlos– en que alguien lee algo que se parece a lo que piensa y encuentra argumentos para pensarlo más y entonces con más ahínco busca que le digan lo que piensa y con más argumentos lo piensa más y más. Quizá sea vicioso, al fin y al cabo: produce un atrincheramiento en uno mismo que sería, en el mejor de los casos, aburrido y en todos los demás bastante peligroso.

Los diarios, en cualquier caso, se hacen más y más tediosos: es muy difícil encontrar en ellos algo que no se parezca mucho a lo que ya dijeron, subidos al banquito. Y el proceso tiene, como es lógico, un corolario ridículo: ahora resulta que el espacio menos unívoco es la televisión. Sí, la televisión, el medio más entregado a los poderes, más comercial, más controlado, ha descubierto que “el debate” vende, y se llena de mesas donde personas confrontan posiciones. Con sus batallas de tertulianos/panelistas/opinadores varios, la diversidad se apoderó del medio monoverso. El nivel de la discusión suele ser modesto pero, comparado con la homogeneidad maciza de los medios “serios”, es un festival de la palabra y las ideas, un alarde de dimes y diretes, una kermés de democracia.

Aunque, con perdón y todo respeto: si eso es la democracia habrá que ir pensando en otra cosa.

Por Martín Caparrós

Fuente: www.chachara.org