Hoy, el teléfono celular es como un “secretario” en la medida en que gestiona nuestra cotidianidad y conoce nuestros secretos. En palabras de la Doctora en Ciencias Sociales Margarita Martínez, «la técnica entró en el corazón de lo viviente, y el individuo, ahora voluntariamente, se convirtió en el administrador de la entrada de la técnica a su cuerpo».  En este escenario, ¿cómo «impedir que el lacayo se transforme en el amo, como el fiel secretario o secretaria que finalmente termina manejando todo»? Una nueva indagación de Almagro Revista sobre la siempre intensa relación del ser humano con la máquina, con texto de Eduardo D. Benitez y fotos de Nati Marcantoni.

Nadie quiere convertirse en cyborg. O al menos nadie quiere asumirlo sin reniegos. Aunque resulte irreversible la hibridación del ser humano con la máquina. Amoríos entre pantallas, smartphone adosado al cuerpo, ventilación pulmonar mecánica, inteligencia artificial, realidad virtual, una matriz digital que ensancha sus dominios cada día y varios etcéteras; son el resultado del actual proceso de producción tecnocientífico. Nanotecnología, biotecnología, neurociencias -por nombrar unos pocos campos- componen un mosaico digno de Black Mirror y construyen un nuevo estadio humano. Es cierto que los objetos técnicos en sí mismos no son la raíz del asunto, sino el uso que nosotros les damos. Y en ese sentido, la mutación de nuestra sensibilidad -cada vez más arraigada a la articulación entre el mundo algorítmico y el mundo de lo viviente- abre un abanico de interrogantes. ¿Cuál es la esencia humana que se perdería a partir de la hiper tecnificación de nuestras vidas? ¿Hasta qué punto es riesgoso que los metadatos gobiernen toda singularidad? ¿Se tratará de pensar cómo lo humano convive con el artificio, y evitar que la experiencia sea formateada por los artefactos a un nivel todavía más acentuado? ¿Asistimos al derrumbe definitivo de la tradición humanista? Al menos esta última es la opción que desliza Margarita Martínez: “Necesariamente la perspectiva humanista va a terminar de combarse hasta romperse”.

 

Doctora en Ciencias Sociales (UBA), autora de Sloterdijk y lo político (Editorial Prometeo) y traductora de la obra del filósofo Eric Sadin; Martínez afirma que el mundo maquínico actual nos enfrenta a un riesgo: “La incapacidad de administrar la propia vida en términos literales y la pérdida de autonomía”Si en otra época la técnica funcionaba como prótesis para paliar algún rincón insuficiente de nuestra existencia, hoy parece administrar y modelar nuestra manera de estar en el mundo. De allí la emergencia de un “real asistido” que orienta conductas, y por otro lado obtura ambigüedades, imprevisiones y azares. Y en ese mismo carril, hasta los recorridos urbanos más personales -gestionados vía gps, waze o moovit- también parecen obstruidos por la regulación algorítmica. Sobre este tema Margarita Martínez tiene mucho para decir; en su libro Trece llanos (Ubu Ediciones) propone deambular de manera inédita por algunos rincones de una Buenos Aires que tal vez muchos no conocen; a contrapelo de la experiencia instagramera que hoy se tiene al visitar grandes ciudades.

 

-¿Qué transformaciones nucleares de la experiencia conllevan hoy la articulación entre el mundo algorítmico y el mundo de lo viviente?

-Enormes transformaciones, y muy acertadamente llamadas “nucleares”. La técnica entró en el corazón de lo viviente, y el individuo, ahora voluntariamente, se convirtió en el administrador de la entrada de la técnica a su cuerpo. Ciertamente hay momentos en donde el individuo no decide –la medicalización extrema–, pero nadie me obliga a tener un teléfono pegado a la palma de la mano todo el día, ni a ingerir un analgésico o un excitante, ni a ponerme una prótesis. La articulación entre el mundo algorítmico y el mundo de lo viviente permite saltearse la conciencia del cuerpo donde todo eso tiene lugar. Si ese celular pegado a la palma de la mano lee mis pulsaciones, o si respiro más rápido, si ese sensor que tengo en el baño sabe por mi orina si un índice cambió anormalmente, y si esos datos son informados automáticamente, anónimos, a un centro de recopilación de datos sobre la salud poblacional, lo que quedará en evidencia es que, pese a lo que digan los derechos, mi cuerpo no es mi cuerpo. O no lo es del todo. Ese es el riesgo que corremos, la incapacidad de administrar la propia vida en términos literales y la pérdida de autonomía. El segundo riesgo es que se nos reduzca el horizonte de la experiencia por delegar decisiones de lo cotidiano en las sugerencias del algoritmo devenidas lo único posible. Sabemos que la experiencia se funda en el azar, y estamos ante sistemas algorítmicos que precisamente restringen la contingencia.


«La experiencia se funda en el azar, y estamos ante sistemas algorítmicos que precisamente restringen la contingencia»


-¿Cómo ir hacia este nuevo estadio humano sin percibir que la técnica eclipsa la tradición humanista?  

-Bueno, lo que está en discusión es la perspectiva humanista, sea que la tomemos en su vertiente antigua (“el hombre medida de todas las cosas” de Protágoras), sea en su vertiente renacentista (el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirandola, que planteaba la idea de albedrío). En este autocentramiento, para Sloterdijk, el humanismo es la historia de un conocimiento construido alrededor de la pasión por ciertos textos, y que trazó una línea entre los mejores y los peores. La vara no fue el gen, fue la letra. Entonces, partiendo de que hay hibridaciones que son un hecho, se trata de reconstruir las categorías con las cuales nos explicamos nuestra relación con el mundo, incluyendo a la máquina no como una entidad opuesta a lo humano sino como un elemento más, literalmente, de nuestro cuerpo. Necesariamente la perspectiva humanista va a terminar de combarse hasta romperse: el humano tendrá que abandonar su posición de director de orquesta, como decía Simondon, frente al conjunto de las máquinas. El producto de estos procesos, lo estamos viendo, es un nuevo tipo de cuerpo.

 

-¿Es engañoso pensar que cuantas más novedades técnicas aparezcan, algo de cierta “esencia” humana se irá perdiendo? 

-Desde mi punto de vista, la idea de que hay un ser humano forjado primero en esencia, que después se convierte en el productor de objetos técnicos, bueno… es una idea algo falaz. Creo que el temor a perder una “esencia humana” es la reacción ante la caída de algunos vectores de orden moral que guiaban la vida de nuestras sociedades hasta hace poco tiempo. Tenemos miedo, porque la gente usa pantallas, de que no se vea más o no se toque más. La pandemia nos muestra bien que una cosa no salda la otra. O bien tenemos miedo -porque mediamos nuestras relaciones humanas con pantallas- de que esos vínculos sean inauténticos respecto de un real que estaría afuera. Ahí donde desaparece algo, no desaparece en realidad: se desplaza. Ocurre con los tabúes. Hoy creemos que no hay un tabú de la visibilidad, que todo está expuesto, que cualquier cosa terrible que imaginemos se podrá ver en algún lado. Bueno, más que pensar que el tabú de la visibilidad ha caído, podemos pensar que está en otro lado. Se desplazó. Lo mismo ocurre con todo aquello que creíamos que constituye la esencia humana. Tal vez no esté donde estamos habituados a verla, lo cual no significa que no exista.

 

-¿Porque tendemos a pensar lo artificial y lo humano como nociones incompatibles? 

-Porque heredamos, de la Modernidad, un modo de ver este problema en el cual la técnica se opone a la naturaleza. Y entonces lo artificial se opondría a un humano, que sería “natural”. Nos guiamos, para eso, por el aspecto de las cosas. Si algo no se ve intervenido, o maquínico en el sentido de “compuesto de piezas”, lo pensamos natural. Es el caso de la flor de invernadero: sin cuidados humanos, no podría sobrevivir, por ende es un artificio, aunque se vea igual a su homóloga en su medio original. Lo artificial y lo humano se relacionan permanentemente porque tal división no existe: lo humano crea todo el tiempo el artificio y vive en él: él mismo es artificio y recreación. Lo que nos sigue impresionando es el aspecto artificial (asociado a la industria, a los materiales sintéticos); si lo artificial parece natural, no lo rechazamos. Si pensamos a los cuerpos o los objetos desde la esencia de su funcionamiento, y no desde su apariencia, seguramente su posición en la clasificación natural/artificial cambiaría.

 

-¿Qué estaría haciéndonos perder de vista si asumimos una postura de “histeria anti tecnológica”?

-Si reaccionamos con cierta “histeria antitecnológica” ante estos cambios, si solamente evaluáramos el presente técnico con categorías que están perimidas de hecho (como por ejemplo considerar que somos primero humanos y después creamos la técnica, y no que somos humanos porque vivimos en forma técnica), corremos el riesgo de olvidar que la máquina es una forma de cultura, y no algo que se opone a una cultura cualquiera. Estaríamos desconociendo la forma de cultura que hemos engendrado. ¿Podemos negar lo que tenemos delante de los ojos? Es evidente que el costo de esa necedad sería alto. Por otro lado, la reemergencia de una mirada moral en todo el arco de la vida social y no sólo respecto al uso de los artefactos ya es indicio de una posición defensiva. Queremos restaurar un “viejo mundo”, pero ¿qué mundo sería ese? Ni mediante idealizaciones, ni con la construcción de una idea bucólica de pasado lo podemos hacer volver, amén de que no era, según sabemos, un pasado tan ideal, ni el de los inicios de la modernidad, ni el medieval ni cualquier otro donde teníamos “relaciones cara a cara” y las máquinas estaban bien puestas a distancia. Creo que una posición posible es la de una apertura, pero con serenidad, como sugería Heidegger.

 

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-En un artículo aparecido en el libro Futuro Presente hablás de “la construcción de un real asistido”, ¿qué características tendría ese real y cómo impacta en nuestra sensibilidad?

-La idea de “real asistido” es algo que Eric Sadin desarrolla en varias oportunidades. Se trata de un nuevo tipo de mediación ante lo real dado por las aplicaciones que instalamos en los celulares cuya función sería la guía de la conducta. ¿Por qué “real asistido”? Porque en primera instancia estas aplicaciones nos “asisten”, nos sugieren conductas: sería mejor tomar tal camino, lo ideal para usted sería tomarse un café en X lugar. A mí me interesó tensar la idea de Sadin hacia el siguiente punto: la máquina, que muchas veces cumplió la función social del esclavo, ahora estaría asumiendo la posición de lacayo, una sombra devota lista para satisfacer todos nuestros pedidos. Pero desde ya que esta posición servicial es falaz: la amable sugerencia induce un recorte de la experiencia y una obturación absoluta de la contingencia. De lo que se trata, es de impedir que el lacayo se transforme en el amo, como el fiel secretario o secretaria que finalmente termina manejando todo. Un aparato como el celular es como un “secretario” en la medida en que gestiona nuestra cotidianeidad y conoce nuestros secretos. Pero, a diferencia de lo que debería ser el secretario, no es fiel en su reserva, dado que hace una donación irrefrenable de datos a sistemas que, procesándolos, nos devuelven a cambio mercancías.


«La perspectiva humanista va a terminar de combarse hasta romperse: el humano tendrá que abandonar su posición de director de orquesta, como decía Simondon, frente al conjunto de las máquinas. El producto de estos procesos, lo estamos viendo, es un nuevo tipo de cuerpo»


-¿Qué implicaría el pasaje de una técnica cuya función es protésica hacia otra que orienta las conductas?

-Básicamente, la eliminación del azar o la transferencia del azar a las máquinas. No obstante, incluso la técnica tiene una dimensión imprevisible en tanto que el deseo humano es inagotable. Si pensamos en los celulares -aparatos nacidos para hablar por teléfono que terminan sirviendo a finalidades dentro de las cuales la de “hablar por teléfono” es menor- entendemos que había una necesidad de contactarse de otra manera. Un deseo de mostrarse por imágenes y un deseo de mostrarse de manera social que alteró el camino de esa máquina, convirtiéndola en otra que nos alterará todavía más.

 

-¿Eso cómo afecta las oposiciones binarias a partir de las cuales acostumbrábamos a organizar nuestra vida: sujeto-objeto, amo-esclavo? 

-Ahora la técnica tiene la capacidad de inducir terceros estados dentro del propio medioambiente humano. Lo vemos en el quiebre, que hoy parece definitivo, de esos pares de opuestos con los cuales la Modernidad nos había enseñado a organizar y pensar el mundo: activo/pasivo, sujeto/objeto, amo/esclavo, verdadero/falso, animado/inanimado y otras tantas oposiciones binarias. ¿Está vivo o muerto quien está conectado sin conciencia a una máquina? No lo sabemos, y por eso es tan difícil la decisión de la desconexión. Pero ese estado intermedio no es “natural”: requiere de la máquina. La máquina opera la apertura de ese espacio que llamamos “tercer espacio”. Lo mismo ocurre con los transgéneros, para lo cual primero tuvo que aparecer el concepto de género en 1947. Hay bastante más, hoy en día, que el par “hombre/mujer”. ¿Pero cómo serían posibles sin la técnica o la máquina? Ojo: la máquina no es el artefacto literal, sino un conjunto compuesto entre procedimientos y mecánicas. Una operación de cambio de género, la inserción de una prótesis literal o bioquímica (las terapias hormonales) nos hablan de la máquina quirúrgica. La máquina como vector organizativo e interviniente hizo estallar los antiguos pares dicotómicos y ensanchó el mundo de lo posible.

 

-¿En este contexto donde conviven las múltiples interfaces, el artificio, la naturaleza y lo “humano”, es posible el desarrollo de un yo, de una interioridad o la construcción de una “personalidad”? 

-Desde luego que sí, lo que ocurre es que varían los parámetros en que esa interioridad es evaluada, y desde luego los elementos que tenemos para forjarla. Desde ahí, no se puede sostener más la idea de que lo que ocurre en el espacio técnico es inesencial respecto de una experiencia más real que estaría afuera. En todo caso se imbrican y contaminan todo el tiempo. Ahí es donde la piel ya no puede ser pensada como frontera con el mundo porque está en total continuidad con el cristal de la máquina, y por ese punto de pasaje fluye lisa y llanamente nuestra subjetividad. La interioridad no está atrapada en nuestro cuerpo sino derramada, vía los aparatos, a diferentes espacios virtuales sociales, y por ende nosotros también estamos en todos esos espacios a la vez, no contenidos dentro de nuestro cuerpo ni contenidos en los espacios que habitamos. Cuando estamos en nuestra casa no siempre estamos en nuestra casa, cuando estamos en un lugar estamos no sólo pensando en otro sino viviéndolo, etcétera.


  «Lo artificial y lo humano se relacionan permanentemente porque tal división no existe: lo humano crea todo el tiempo el artificio y vive en él: él mismo es artificio y recreación. Lo que nos sigue impresionando es el aspecto artificial (asociado a la industria, a los materiales sintéticos); si lo artificial parece natural, no lo rechazamos»


-¿Hasta qué punto los datos que volcamos constantemente en las diversas redes sociales performatean nuestra noción de intimidad?

-Enormemente, dado que producimos constantemente una intimidad nacida para ser pública. La emanamos y después la hacemos circular, y entonces es lógico que preparemos constantemente el escenario para esa producción. No es raro que alguien que va a un evento social que le preocupa o importa mucho, se “produzca” pensando que va a salir en una foto que circulará; ahí es donde la intimidad se convierte en algo en lo que hay que pensar, pero no en el sentido de una autoconciencia sino de una escena literal.

 

-¿Dormir, envejecer e incluso morir, ya no son límites para la tecnificación de la vida? 

-Lo siguen siendo, al menos hasta el momento actual, y no importa que cada vez durmamos menos por decisión propia (sacrificamos horas de sueño por seguir conectados), o que nuestro promedio de edad siga desplazándose hacia arriba. Todavía necesitamos la desconexión de la noche, todavía nos enfermamos, envejecemos y morimos. Pero no son límites para la tecnificación de la vida, sino que son límites que la tecnificación de la vida todavía no puede desplazar demasiado. Enfermos, viejos o dormidos seguimos estando con la máquina al lado, en el hospital, en la mesa de luz o bajo la forma de una pastilla que debemos tomar por nuestra avanzada edad.

 

-En tu libro Trece llanos proponés paseos singulares por rincones de Buenos Aires que tal vez muchos no conocen, un poco a contrapelo de la experiencia instagramera que hoy se tiene de las ciudades ¿Cómo se articulan gentrificación, globalización y redes sociales? 

-Es un gran elogio que señales que los rincones de Buenos Aires recorridos en Trece Llanos van a contrapelo de la experiencia “instagramera” de la ciudad, porque uno de los objetivos del libro fue restituir una experiencia que, en mi caso, asocio a los deambuleos del hacerse adulto. Siempre recuerdo, como paseante, el efecto que me produjo la lectura de Henri Lefebvre y su sagaz detección del consumo de los centros, que muy pronto pude ver desplazado al consumo de la historia, y de ahí a la idea de “usura de la historia”. El capitalismo exprime la materia y los signos, y descubre que la historia, en determinado momento, empieza a hacer rendir más las antiguas mercancías. La ciudad y su historia impresa en las piedras, como todo yacimiento acumulado -como un yacimiento de carbón, de petróleo- contiene un capital que los movimientos gentrificadores se apuraron en fagocitar, y eso está pasando ahora literalmente ante nuestros ojos en los procesos de venta de la historia de la ciudad, que a la vez la destruyen. Cuando insertamos un barrio o un segmento urbano en lo global para volverlo lugar de exhibición de mercancías culturales, y encima eso ocurre bajo un discurso preservacionista y de buenas intenciones, bueno… estamos yendo por el camino del infierno.


«La máquina, que muchas veces cumplió la función social del esclavo, ahora estaría asumiendo la posición de lacayo, una sombra devota lista para satisfacer todos nuestros pedidos. Pero desde ya que esta posición servicial es falaz: la amable sugerencia induce un recorte de la experiencia y una obturación absoluta de la contingencia. De lo que se trata, es de impedir que el lacayo se transforme en el amo, como el fiel secretario o secretaria que finalmente termina manejando todo»


-¿Cómo desactivar ese “infierno”?

-¿Dejar que esas zonas se terminen de venir abajo? ¿Cuál sería la alternativa? Es una pregunta capciosa: muchas de esas zonas se vinieron abajo porque los estados las abandonaron antes para que sean pasto de los negocios del real estate. Solamente puede haber una preservación que sea comunitaria, y sin más ganancia que la que evite meter la historia en la licuadora del capital.

 

-¿Los GPS suponen sólo atajos de nuestros recorridos urbanos o han capturado la posibilidad de una experiencia “improvisada o creativa” de la ciudad?

-Creo que los gps ofrecen uno de los ejemplos más nocivos de obturación de una experiencia real de la ciudad, pero no porque ésta tuviera que ser “creativa”. Así fuera conservadora: lo que obturan los recorridos geolocalizados es la posibilidad que arme algo en mi cabeza respecto de mi relación con el espacio. Sean atajos o largos caminos, sean recorridos creativos o conservadores, el trayecto sin gps es algo que debo armar sabiendo que puede fallar, algo que debo contemplar en tránsito, que debo evaluar en términos de las decisiones ad hoc que plantea su despliegue. ¿Puede fallar y terminar yo muerto por una mala indicación, como ocurrió en varios países? Sí. Pero estadísticamente pasa muy poco. Estadísticamente puedo sufrir muchos más cambios de planes si no tengo asistencia técnica. A la vez, me hago mejor conocedor y, a largo plazo, me convierto en un gps mucho más efectivo, como vemos en el caso de los choferes de taxi que pueden improvisar y aquellos que saben moverse sin el gps. Nada reemplaza el conocimiento del territorio, sigue siendo así. En suma, la asistencia en la geolocalización uniformiza la percepción. Creo que a esto asistimos también, en la venta de experiencias culturales que involucran la historia de las ciudades.