De manera anónima una doctora (@Anonmehicieron) revela el angustioso cierre de jornada que protagonizó al tener que asistir a una anciana con un cuadro terminal. En primera persona describe tanto la nimiedad de su malestar por la demora del relevo, como el impacto de cruzarse en forma directa con la muerte. “Sigo molida” dirá, incluso después del supuesto descanso reparador.
Ocho de la mañana. Con la Flaca ya recorrimos los consultorios y tengo el pase listo en una hoja A4 de las de indicaciones escrita con lapicera negra sin respetar los renglones ni líneas. Lo doblo en ocho, lo guardo en el bolsillo y vamos para el estar médico.
No llegó nadie de la guardia entrante, al menos no de nuestro puesto. Buscamos para hacer café; no hay. Tal vez sea lo mejor, quiero dormirme la vida apenas llegue a casa. Me hago un té. Todos están en ambo y se quejan del calor; yo me puse un saquito y sigo con frío. Me toco la frente. No parece fiebre. Por las dudas me meto un termómetro en la axila medio a escondidas. Doy un sorbo y me quemo la garganta y antes la lengua. La dejo medio afuera mientras abandono el té en la mesa, busco otro vaso –descartable, aparentemente limpio–, lo lavo con agua y detergente, lo pulverizo con alcohol y le cargo agua fría que, para cuando la tomo, ya no resulta necesaria ni muy útil.
Me desplomo en una silla de tapizado azul eléctrico deshilachado. El termómetro suena tan bajo que solo yo lo escucho; menos mal. Lo saco también con disimulo: treinta y siete uno, nada. Cierro los ojos mientras se enfría mi té. La Flaca se preparó un mate cocido y charla con una de las pediatras que acaban de entrar sobre una compañera de ambas –yo no la conozco más que de nombre– que está con respirador –obvio que por el maldito bichófilo este– y un pronóstico de mierda. Las palabras “joven” y “sana” retumban entre mis neuronas que intentan dormir.
Las sacuden, retuercen y noquean a la vez. Hacen también que se contraigan los músculos de mis pantorrillas, traste, espalda y hombros que ya venían entumecidos. Hasta las cejas se me fruncen. Y en eso estoy, fruncida, cuando la otra pediatra avisa que llegó una ambulancia y no hay nadie para recibirla. Miro la hora: ocho y cuarto. Tendríamos que estar terminando el pase o ya camino a nuestras casas. Le escribo a los únicos dos de los de hoy cuyo celular tengo agendado: nada.
Miro a la Flaca. Cara de culo total. Apoya su mate cocido, yo abandono mi té y lo libramos al piedra, papel o tijera. Saco una piedra cargada de ira, una piedra como mi cuello, mis hombros y mi trasero que nada tiene que ver con ir al gimnasio, una piedra como la maraña cada vez más compacta que formaron mis neuronas agotadas. Ella sonríe con su mano extendida que envuelve mi piedra, un papel como el del pase que todavía no pudimos hacer.
Me asomo a preguntar qué es y veo a una señora de ochenta y tantos, pálida transparente tirando a azul, con la respiración agitada y la mano en el pecho. Pienso que debe ser para emergento, pero el emergentólogo se fue temprano por un problema familiar y el de hoy no vino aún. Vuelvo para adentro, le pido al jefe dos EPP –Equipos de Protección Personal, léase: camisolín, botas, cofia, guantes y barbijo necesarios en tiempos de pandemia– y le tiro a la Flaca un “creo que te voy a necesitar” que en realidad iría sin el “creo”. Hace fondo blanco con lo que le queda del mate cocido y viene atrás mío. El jefe nos da los equipos y nos los ponemos volando. Por las dudas, pispeo por si llegaron los de hoy, pero no. Vamos.
La metemos a un consultorio –el Shock-Room es zona libre de Covid e igualmente nosotras no pinchamos ni cortamos ahí– y le zampamos oxígeno como si fuera a hacer magia. Mejora apenas; en nada va a haber que intubarla. Conseguimos unas cajas para mantenerla con la cabecera en alto y le pedimos a una enfermera petisa laboratorio, vía y corticoides urgente. Se ve que la vio llegar, porque corre. La revisamos a cuatro manos. El saturómetro ni lee.
Está taquicárdica y su presión resulta alta, creo que más que nada por el esfuerzo que está haciendo para respirar. El termómetro se le escapa por el hueco de la axila demasiado vacío. Está bastante piel y hueso. A la auscultación, tiene un concierto adentro.
–Traigo el carro –me dice mi compañera.
(Se refiere al carro de paro donde hay de todo para reanimar e intubar a un paciente. Por suerte ella tiene mucha más cancha que yo en eso).
Bajo la cabeza. Si no la intubamos la cosa va a terminar muy mal. Igual, algo adentro de mi cerebro contracturado se sacude y empieza a parpadear. Dejo a la mujer unos segundos con la enfermera, me arranco el camisolín con el primer par de guantes, me tiro alcohol como puedo y corro a buscar a la familia. Cruzo a mi compañera que viene con el bendito carro y le pido que espere. Lo suelta, levanta las manos en el aire a ambos lados del cuerpo y se queda mirándome. Yo sigo rechinando mis suecos de goma hasta encontrarme a los hijos de la señora. Los clavo en seco, paro y respiro.
La mujer resulta tener un cáncer de endometrio (la parte de adentro del útero) con metástasis por todos lados. Nada de tubo ni cuestiones invasivas, solo quieren que no sufra. Para cuando estoy volviendo aparece el emergentólgo entrante. Le comento a la paciente y me dice que, si no es reanimable, suya no es. Insisto con que no puedo dejarla en la camilla y me larga un “hablá con clínica” mientras se va.
Voy para los consultorios, no vaya a ser que la Flaca termine intubándola. Le explico cómo viene la mano y me manda a hablar con los clínicos, que ella se queda ahí. Consigo a una que acepta ponerle morfina para que al menos esté confortable hasta que parta y justo llega uno de nuestros relevos. El reloj de la pared marca ocho cuarenta y cinco y todavía falta que se cambie.
Pido la morfina y voy con la clínica –que se acaba de vestir de astronauta– para el consultorio en cuestión. Apenas abro la puerta veo a la Flaca revoleando jeringa y tubos de laboratorio al tacho. La enfermera le saca el suero a la paciente cuya respiración acelerada debe haber cesado en los últimos minutos. Bajan las cajas y la acuestan antes de que se ponga rígida. Mi compañera se descambia haciendo de cada movimiento una protesta. La clínica tira bomba de humo. Yo me saco las botas, la máscara, el barbijo quirúrgico y la cofia que todavía tengo puestos y me dejo el N95.
Dos de los de hoy vienen a tomarnos el pase que arranca poco antes de las nueve. No hay saludos amigables ni chiste alguno. Consultorio por consultorio leo, de punta a punta, mi hoja de las de indicaciones con tinta negra por fuera de los renglones. No hay reproches acerca de pendientes ni preguntas demasiado incisivas. La cosa termina seca con un “pueden llegar más temprano la próxima por favor” salido de la boca de la Flaca que en realidad los quiere morder.
Ellos apenas murmuran un “sí, sí” sin disculpa alguna.
Con la Flaca hablamos juntas con la familia que explota en lágrimas y a mí se me constriñen más aún las neuronas y el pecho. Les damos el pésame, vamos para el estar a agarrar nuestras cosas y nos cambiamos. Estamos saludando cuando el jefe de hoy nos pregunta por los papeles de la recién fallecida. Las dos nos miramos con los ojos enormes.
–Llegó en su guardia, doctor. Nosotras la recibimos porque no había nadie… –arranca ella.
–El pase de las ocho de hecho fue a las nueve… –agrego yo.
–Eso lo hablaré yo con mis médicos, pero el óbito lo constataron ustedes –insiste él.
–Óbito que ni nos correspondía –presiona la Flaca.
Él se queda callado y nos mira. No va a dar el brazo a torcer.
–Yo tengo que irme a otra guardia a la que estoy llegando tarde, no me puedo quedar –le larga ella.
Si no fuera porque anoche me contó que había agarrado unas guardias extras en un privado porque se le rompieron el televisor y la computadora a la vez, pensaría que miente.
–¿Y usted, doctora? ¿Me va a traer un problema? –me mira el jefe.
Quiero gritarle que sí, que no es mi culpa que sus médicos lleguen tarde, que se arregle con ellos y no me cargue a mí con esto, que ya tuve suficiente con la guardia de ayer que fue un quilombo tras otro y que necesito llegar a mi cama con suma urgencia. Abro la boca, estoy a punto de decirle, por lo menos, que me tengo que ir a otro lado, cuando caigo en que yo también voy a necesitar hacer alguna guardia extra porque con la inflación y nuestro aumento miserable –un diez por ciento mentiroso desde que empezó la pandemia y unos bonos no remunerativos cada tanto– cada mes que pasa llego peor a fin de mes (si me peleo con él va a ser un día a la semana en que probablemente no me acepten como reemplazo).
Así que giro, vuelvo al estar, dejo la mochila, me pongo un camisolín sobre mi ropa de civil –no pienso volver a ponerme el ambo–, voy a pedirle a la familia el documento de la señora y busco los papeles que tengo que llenar.
El temita me lleva un buen rato y llego a casa para el mediodía con la cabeza a punto de explotar. Me ducho demasiado rápido como para disfrutar los mimos del agua, me seco con una toalla chiquita porque me olvidé de agarrar el toallón, voy para el cuarto, me calzo una bombacha vieja y una remera rotosa, almuerzo dos tostadas con un pedazo de queso y me zambullo en la cama.
Cuento la duración de mis inhalaciones y exhalaciones. Canto para adentro canciones de misa cuya letra sale con baches. Pienso en mi ahijado y en nuestra última videollamada, en los mates con las chicas que tanta falta me hacen y en el perrito color caramelo que vi el otro día en una veterinaria acá cerca y que me muero por adoptar.
La mujer de ochenta y largos –que al final eran setenta y cortos– tose. Me tose en la cara y yo no tengo máscara ni N95. Ella se baja el barbijo quirúrgico –uno que le puse apenas entró– para hablarme. Ruega que no la deje morirse y retoma el tema de la tos con el barbijo sobre el mentón. Doy un paso atrás, pero me agarra con una mano huesuda de la chaqueta blanca del ambo que no está tapada por ningún camisolín, me atrae hacia ella y suplica que no la deje sola.
De repente su cara es la de mi abuela muerta y se vuelve polvo ahí mismo. El polvo se me mete por la nariz y me tapa los pulmones. Ahora la que tose soy yo. La Flaca me mira desde la puerta vestida de astronauta. Me dice que me ponga el oxígeno, que pronto me van a pasar al Shock- Room, que mi tomografía salió horrible y que seguro que mi laboratorio va a dar espantoso, que si quiero que llame a alguien antes de que termine intubada. Le digo que sí, que a mi familia. Quiero pasarle los números de teléfono, pero no los sé de memoria. Saco mi celular: está muerto. Le pido un cargador y dice que no trajo. Veo un cable blanco que cuelga de su bolsillo e insisto. Niega con que no quiere que se lo contamine. El Peti aparece al lado de ella y me dice que ojalá que salga de esta, que es muy feo no poder respirar. “Seguro salís”, agrega. Después lo remata con un “Bah, no sé, se te ve muy mal”. Toso. Largo un charco de sangre. Ellos lo miran y hablan de mí como si ya estuviera muerta. Me aprieta el pecho y el corazón me va a mil. Me despierto empapada en transpiración. Mojé hasta las sábanas. Las huelo, pero no es pis. Respiro hondo y largo en un intento de tranquilizarme. Me saco remera y bombacha y las cambio por otras secas. Voy a la cocina, me sirvo un vaso de agua y miro la hora. Tres de la tarde.
Afuera está lindo. Quisiera ir a una plaza, pero muero de sueño. Me tiro otro rato. Pongo la alarma a las cinco para que no se me vaya el día entero. Cuento mis inhalaciones y exhalaciones. Respiro contando de tres en tres. Me obligo a imaginarme en una playa paradisíaca que ni conozco. Paso de ahí a la quinta a la que íbamos de retiro espiritual con el colegio. Siento el latido de mi carótida izquierda en el cuello. Intento contar otra vez mientras respiro, pero se mete en el medio. Me fuerzo a imaginarme jugando con el cachorro de la veterinaria. Corremos, saltamos y hace caca adentro de lo que resulta ser uno de los pasillos del hospital. El jefe de guardia me putea. Grita que no hago ni una bien. Otra vez me siento en la cama con el corazón que se me va a salir del pecho. Prendo la pantalla del celular para pispear la hora: siete de la tarde. No sé si la alarma no sonó o si la apagué sin darme cuenta. Sigo molida. Me fijo la fecha: mañana tengo guardia de nuevo. Por primera vez en años no quiero ir.