Por Daniela Pasik

Soñé con el padre de mi hijo. Había crecido, tenía el aspecto que debería tener ahora si estuviera vivo. Canas. Panza. Arrugas. Cierta calma. Aunque él va a ser por siempre joven. Intenso. Borracho. Lindo. Insoportable. Debería decir padre biológico, porque —antes de morirse— igual se había desligado de toda responsabilidad. Mientras transitó la Tierra, a los gritos, risas, bardos y violencias, no habitaba la existencia de la familia que armé sin él. Nunca conoció al pibe que podría ser su hijo, nuestro, pero es solo mío. Cuando estaba embarazada se fue.

Anoche volvió. Era alguien ya mayor. Estábamos en un bar. Charlábamos cosas existenciales, como cuando nos conocimos, pero más sobrios, y tomábamos decisiones, aunque menos arrebatadas. Decíamos que lo mejor era separarnos. En el sueño habíamos estado juntos todo este tiempo, y la historia de mi hijo (y la mía) había sido más parecida a la de tanta gente. Mamá, papá, crianza en común, se separan, crianza a medias.

Pero no. Soy esta mujer rota, «madre soltera», y encomillo el término porque crío sola de verdad. La maternidad es algo permanente. El estado civil, no. Varía. No estar «casada» o en «pareja tradicional», sigo encomillando porque son categorías irreales, no implica que el padre no esté presente. Y, obvio, que haya un padre, aunque no se encargue como debería, tampoco explica esta paradoja que es criar sola. Mientras me termino de sacar las lagañas y tomo café, con el sueño medio superpuesto sobre la realidad, siento que todo está corrido de lugar.

Abro Twitter a ver si me distraigo. Leo a una piba quejarse porque no da más, dice, y explica que el padre de su bebé viajó por trabajo, entonces ella tuvo que estar sola cinco días con su hijo. Ella está desbordada y yo, en vez de comprenderla, la odio. Me siento mala. Tan poco deconstruida. Tomo café y trago la ira. No quiero odiar a ninguna madre que tenga que criar sola, aunque sea menos de una semana. Reacomodo mi indignación y vacío la taza.

Lo que me irrita es cierta liviandad con la que se dice madre soltera. El concepto es confuso. Poco preciso. Yo soy soltera, tampoco tengo pareja y también soy madre. Son tres cosas separadas. Además, crio a mi hijo sola. Es una cuarta cosa. Lo crío sin nadie más. Sin padre, expareja que sea el padre, pareja nueva que no sea el padre, familia del otro lado, nada. Solo yo y mis recursos. Por eso si digo, si me obligan a definir un «estado civil», término al que le pongo comillas, me refiero a mí como cabeza de familia monomarental. Así, sin comillas.

Debería ducharme, preparar el desayuno para mi hijo, arrancarlo de su cama, suplicarle que vaya al colegio. Trabajar. Pensar en el almuerzo, prepararlo, hacer las compras, lavar ropa, leer un rato, estudiar un poco, estar pendiente de las cosas de la casa, de las del pibe, de las mías. No es lo mismo criar a un hijo con un sorete que se hace cargo apenas, o al menos puso tías, tíos, una abuela o un abuelo en la ecuación, que hacerlo sola.

Tampoco es igual el tema con respecto a la paternidad. Estadística y socialmente, esa necesidad que tenemos tantas personas de querer salir corriendo ante la inminencia de un ser que va a depender de nosotros y nosotras, muchos varones la llevan a cabo. Se van. Las mujeres solemos ser las que nos quedamos. A gusto o no, pero nos quedamos. Yo me quedé, sigo acá. Crié a mi hijo sola aunque ese no había sido el plan original. Como botón de muestra, van tres anécdotas breves, random, sacadas de mi galera de cabeza de familia monomarental, así nomás, casi agarrando lo primero que encuentro:

  1. En el registro civil, cuando anoté a mi bebé de días con mi apellido, la señora que atendía dijo: «¿No te vas a reconciliar con tu noviecito y arrepentirte en una semana, no, mami? Pensalo bien porque es un trámite largo». La escuché en silencio. Seguí adelante con los papeles. Cosida de la cesárea, puérpera, con mi hijo en brazos porque no tenía quién lo cuidara mientras hacía el trámite que, además de largo, se volvió doloroso y malvado.
  2. Diez años después, cuando estábamos en la cola para actualizar su foto del DNI, apareció un empleado del Gobierno de la Ciudad y gritó mi nombre en voz alta. Me identifiqué y nos apartó, a mi nene de diez y a mí. Dijo que saliéramos de la fila. Nos corrió, literal y simbólicamente, de donde estaban las «familias normales», comillas. Y en voz aún más alta, frente a mi hijo, que estaba jugando con su Spiderman, sentenció: «Vos tenés que esperar aparte, no con el resto de las personas, porque a vos hay que chequearte los antecedentes, tenemos que constatar que el padre no lo haya reclamado, porque vos por ahí no quisiste que él lo reconociera». Salió al rescate una chica que hacía la fila, que con naturalidad me avisó que cuidaría a mi hijo mientras yo presentaba batalla. La batalla la perdí. Lo que aprendí fue que si hubiera sido hombre, eso no me hubiera pasado, porque el apellido del padre, en 2010, se tomaba como «normal», y pongo comillas ahí también.
  3. Antes y después, siempre, está la situación escolar. Cada vez que un papi separado va a buscar a su hijo o hija, el malón de madres que suele estar en la puerta se desvive por ayudarlo. Porque mirá qué divino, cómo se encarga. Y yo suelo quedar ahí, fotomontada, desbordada, que me pudra, mala madre, el nene tiene el delantal no tan pulcro.

Cierro las redes. No puedo con mi alma de periodista y busco estadísticas. En la Argentina, el 16,8 por ciento de los hogares son de madres solas. Y si miro a mi alrededor, sin números ni encuestas, encuentro muchos casos. Aunque haya un padre, incluso a veces hasta en la misma casa, las mujeres suelen criar bastante solas. En cualquiera de sus instancias de hilado fino. El chat es «de mamis» —comillas— por algo, más allá de si es insoportable o no. Mientras la sociedad debate sobre el aborto, incluso con muchos hombres como aliados en el tema, casi nadie habla sobre lo que pasa y qué hacemos cuando tenemos hijos.

Cierro Google también. Cierro todo y abro otras cosas. El abandono de los varones a sus hijos, literal y/o simbólico, está tan naturalizado que casi no se ve. La falta de responsabilidad en la crianza de muchos padres supera enormemente a la cantidad de mujeres que nos quedamos, contra todo el instinto natural de querer salir corriendo. O que nos hacemos cargo, como podemos. ¿Y a quién se juzga? Cada vez más madres se suman al «crío sola» porque, aunque tengan pareja y/o un padre de esa criatura, incluso uno bueno, amoroso, sigue siendo la norma que el que viaje sea él. Perdón, chica de Twitter, aunque tu queja me parece una pavada, no voy a enojarme más con vos.

Anoche, en el sueño, todo esto no era algo que yo supiera. Porque no me había pasado. Tampoco conocía esa culpa que me inculcaron la sociedad, el Estado, los colegios, miles de varones, personas por la calle, las redes sociales, muchas veces otras madres, y que llevo como una carga silenciosa a todas partes. Hasta hoy me pregunto, aunque no debería, qué hice yo para que él se fuera, como si no hubiera sido su decisión.

En el sueño nos separábamos en buenos términos. Había un abrazo, una organización de tareas con respecto al cuidado del niño, una división de responsabilidades económicas y mucho alivio. Era un sueño, claro, un delirio, como quien sueña que vuela. Y mi inconsciente es tan lineal, que un poco me doy ternura. Aunque ahora desayune queriendo asesinar a toda la humanidad.

Mi hijo anoche no lavó los platos, y yo había hecho la cena. Nos peleamos a los gritos y quedé exhausta. Los platos siguieron sucios en la bacha y él se encerró en su cuarto odiándome, porque soy la única a la que puede odiar, y yo me fui a dormir harta, porque soy la única a la que puede odiar. Ahora lavo lo que le toca a él mientras le canturreo con el tono más alegre posible «arriba». No se levanta. Le hago un café con leche y se lo llevo. Es mi acto de madurez del día. Me cuesta, por supuesto, pero lo hago.

Tengo que ponerme a trabajar. Le digo que no lavó los platos. Abre un ojo y refunfuña algo. Es adolescente. Con eso también lidio sola. Igual que con los prejuicios sociales, que aún los hay. Cualquier pibe o piba hace un lío en la escuela y lo retan, le ponen amonestaciones o lo que se estile ahora. En nuestro caso, no. Siempre hay una reunión con las autoridades, y la pregunta, que incluso a veces es movida por cierta solidaridad ignorante o progresismo de cartón: «¿No será porque no está el padre?»

En el sueño, el padre de mi hijo compartía conmigo la angustia de qué hacer ahora con nuestro pibe. Cómo ayudarlo a estar lo mejor posible y colaborar para que sea la persona más feliz que pueda ser. Experimentaba tanta seguridad y contención, que al despertar me sentí muy triste. Yo crío sola. Me gustaría creer que el sueño de ayer fue un mensaje, pero no creo en esas cosas. Me gustaría que igual, aunque tampoco el padre de mi hijo creía en esas cosas, el sueño haya sido un mensaje. Pero no, ni mi hijo cree en esas cosas.

Como cabeza de familia monomarental, mi sueño para mañana, si lo pudiera programar, es que dejemos de colaborar con estas insensateces absolutas que genera el patriarcado y sus mandatos alrededor de la procreación. Un sueño que suceda en un mundo en el que no se espera que exista el «instinto maternal» (sí, obvio, lo encomillo), no hay categorías vetustas de tipos de familia ideales, roles establecidos ni mujeres que nos encargamos de todo mientras los hombres no terminan de ver la importancia que tiene empezar a hacerse cargo. Y que todo esto siga ahí cuando me despierte.

Fuente: Revista Orsai