Por Elba Aughy *

Vacaciones intensas, con recuerdos difusos, pero con detalles intactos en mi memoria. Un camión Bedford que ya en 1963 había comido bastante caucho. Equipaje que equivalía a una mudanza, mesa, cocina, garrafa, colchones, almohadas y una parrilla que supo ser el elástico para reposar en las siestas.

Rostros felices anticipan momentos inolvidables.

Las cañas de pescar y la caja celeste donde duermen anzuelos de todos los tamaños, ocupan un lugar importante en nuestro vehículo. Se suma un cuchillo cortito que descama como el mejor.

¿Se preguntan dónde entra todo esto?

En el camión de Fito, mi querido cuñado, que se había transformado en una amplia casa rodante.

Emprendimos el viaje en plena tarde. Demás está decir que fuimos el comentario del barrio Fátima. Los vecinos alzaban sus manos en señal de despedida, mientras susurraban dudas al por mayor sobre si lograríamos llegar a destino antes de que terminara el verano.

Sin más nos largamos a la aventura, casi, casi, como Cristóbal Colón, salvando las distancias…

Fito era un personaje de aquellos, además de fumar intensamente, tenía una sed insaciable y no de agua precisamente. Su paladar solo aceptaba Gancia con limón con apenas un soplo de soda. Desparramaba bondad en todos sus seres queridos, especialmente en su nena, como me llamó hasta que el Señor se lo llevó a él y a su insaciable sed.

La marcha no se detiene, pero tampoco eleva su prisa. Quienes venían de frente por Ruta 2 se quedarían con la imagen de Fito, su señora, y la suegra de copiloto. La recomendación ¡cuidado! hizo nido y tuvo cría en los oídos del pobre hombre.

Esta ruta provincial por la que transitábamos era de una sola mano y las señales viales se perdían entre el pasto. Los pozos parecían bocas abiertas pidiendo agua.

Nosotros, los que íbamos en la caja del camión, jugábamos al truco y no faltaba viajero por saludar. Cuando vino la oscuridad prendimos un farol e hicimos una picada rápida. La comida estaba pensada y ordenada por la mejor ecónoma del mundo, María, mi mamá, que de la nada preparaba platos sabrosos y con los contenidos vitamínicos requeridos por la ciencia, aunque estoy segura que nunca leyó un libro de cocina.

Algunos movimientos imprevistos hacían tambalear todo pero se acomodaban con el siguiente pozo. Igual nos dormimos después de cuatro horas de viaje. Por suerte los de adelante siguieron despiertos, rompiendo todo promedio en horas de vuelo, en este Bedford que sudaba ante alguna cola de viento.

La expedición al mar duró unas diez paradas para completar el ritual del conductor. Más de once horas de viaje. Playa Camet nos recibió a las 5 de la mañana. El mar era tan grande que nuestros ojos pueblerinos se llenaron de asombro. Pero toda la alegría desapareció en un instante. A pocos metros de nosotros aparecieron tiburones amenazantes. Mi madre dijo: Acá nadie se baña. Incrédulos y angustiados por tantas horas de viaje para mirar el mar desde la orilla.

Igual empezamos a transformar el camión en una confortable casa. Muchas manos en movimiento lo hicieron. Nos dormimos muy cansados y con miedo.

Despertamos con el incomparable aroma a café con leche. Horas después salimos todos juntos a caminar por la costa. Parecía un día normal. Mucha gente en la arena y otros bañándose. Más allá conversaban varios pescadores. El calor era caribeño.

Después de un poco de observación mi madre se acercó a un grupo de personas y sin decir más les pregunto: ¿Por qué se meten al mar habiendo tantos tiburones? El miedo se hizo presente. Todos quedaron con los ojos como plato. Un hombre mayor preguntó si había escuchado bien. María con los brazos en jarra dijo que sí, que todos nosotros los habíamos visto, como a las cinco de la mañana.

El señor mayor le dijo que se habrían topado con las inofensivas toninas, que era habitual verlas a esa hora trayendo algún elemento que tiraban los barcos.

Mi mamá quedó desconcertada, por primera vez parecía no tener razón. Su eterno “esto es así, porque yo lo digo y punto” había fallado. Siempre usó pocas palabras y mucha escoba. Si hacíamos algo mal, decía: “Reza para que yo no te agarre”. Esta era una enseñanza religiosa.

Pasado un momento de desconcierto nos autorizó a entrar en el mar. Las sensaciones fueron sublimes. Cuando salimos por última vez nuestra piel estaba morada y arrugada. Horas después, por efecto del sol, parecíamos brazas en movimiento. Cremas no teníamos, así que solucionamos el inconveniente con rodajas de tomates, que una vez apoyados en nuestra piel las retirábamos todas achucharradas.

Pasamos tres días inolvidables, en total contacto con el Universo y en comunión con Dios.

Pescamos dos corvinas que pronto estuvieron en la parrilla. Fue un almuerzo delicioso.

Después de tantos momentos lindos, estamos volviendo. Vemos el paisaje al revés.

El regreso fue más corto, como todos los viajes de vuela. Fito había cambiado su sed de Gancia por el afán de llegar a destino.

Fue llegar y meternos de lleno en esa otra vida de antes pero con ojos llenos de imágenes de agua de mar.

* Narradora de Chascomús.