El conflicto Rusia-Ucrania desató un nivel de hipocresía nunca visto. El aparato de comunicación occidental, en servicio de la OTAN, enloqueció a grados escalofriantes. ¿Cómo tener pensamiento crítico cuando se obstruye por la fuerza la versión de una de las partes?

Por Sandra Russo

Hace muchos años que se hacen invisibles hechos y poblaciones, y que millones de personas en todas partes tienen en mente un mundo que no es el real, sino el recorte que les han preparado, la única ventana por la miran las cosas.

La realidad contiene una diversidad que al poder le repele, porque seguimos actuando con la selección de las especies como marco de sentido común, incluso inconsciente. El poder llega hasta ahí de profundo, y cuenta con herramientas para hacer laparoscopías mentales y emocionales cada día. Pero la guerra desatada en Ucrania sobregiró todo: lo que estamos viendo es de un nivel de hipocresía y de autoritarismo nunca visto.

Una táctica vieja como el colonialismo es la de construir a un enemigo; pero va acompañada por la de hacer invisibles las propias salvajadas. Lo que se oculta es a veces lo que no tiene importancia en los parámetros del pensamiento dominante: el aparato de comunicación occidental –y localizo esta perspectiva desde mi localización carnal y política de latinoamericana– se enloqueció a grados escalofriantes.

Muchos europeos aceptan como un acto de libertad que nadie pueda acceder a la información de diferentes perspectivas y fuentes en sus canales de noticias. El solo hecho de que esto no sea motivo de repudio sino contado y entendido como “debilitar al enemigo”, mete la guerra en las casas: lo que era una decisión doméstica ahora es una restricción estatal. ¿No hay opinión pública crítica de la posición de la OTAN? Claro que sí. Pero es invisible. Si no estuviéramos un poco dopados, nos habría llamado la atención que ningún canal pasara el discurso de Malenchon, en Francia, o el discurso de Claire Daly, la eurodiputada irlandesa que pidió a los gritos que paren con la rusofobia y se dediquen a buscar el regreso a la diplomacia. El argentino también es un aparato comunicacional que sirve a la OTAN. La misma que nos hizo la guerra en Malvinas.

Desde hace décadas, los padecimientos de pueblos enteros, de países cuyas tradiciones se extienden al origen de la humanidad, han sido ocultados. Vivimos bajo la égida informativa de la OTAN, y desde luego no nos iban a mostrar ni a dejar escuchar en los últimos años los lamentos de millones de condenados de la tierra, cuyos ricos territorios fueron destruidos por Estados Unidos, que lucha hoy por conservar una hegemonía que ya no tiene. Esta obsesión en aceptar que la multipolaridad es un hecho, y que tiene que dejar que el mundo se reacomode, la arrastra a la extrema derecha.

La reaparición de ese extremismo fanático devino en otra herramienta útil. Antes fogoneaban y financiaban grupos terroristas bizarros. Ahora, couchean posibles presidentes de los países que les convienen, y los entronan para hacer sus operaciones. Nadie con dos dedos de frente puede dudar de que Zelensky es un golpista dispuesto a convertir Ucrania en una Meca neonazi.

Ver la escena de esta guerra con Rusia como nación provocada en sus narices, cuando todavía estaban en marcha negociaciones con el atroz peso de las masacres del Dombass, no significa en absoluto que uno acuerde con las políticas internas de Putin ni que crea que desde Rusia llega información confiable, claro. Pero, ¿cómo tener pensamiento crítico cuando se obstruye por la fuerza la versión de una de las partes?

Uno de los reproches más contundentes que se le hacen, y al que aun teniendo otra perspectiva de este conflicto quien firma esto comparte, es su intolerancia en relación con el género y su poca tolerancia a la oposición.

El pensamiento crítico no puede acomodarse a un lugar fijo. Putin no es aquí evaluado por sus políticas internas, sino por la nueva geopolítica que Estados Unidos quiere abortar como sea. Y siempre le han venido bien los fanatismos, aunque empiece sus propias y múltiples invasiones con la excusa de “la libertad”. Los militares latinoamericanos entrenados por ellos que durante décadas y que hasta hoy luchan contra “el enemigo interno” eran fanáticos capaces de buscar las formas más perversas de eliminación física del otro. Sabemos poco sobre los abusos de Rusia, que seguramente existen, pero hemos probado en carne propia los abusos de Estados Unidos. Su propio embajador en la Argentina, posando con Macri el jueves, es un abuso diplomático.

Putin habla de la necesidad de la “desnazificación” de Ucrania y el poder de Occidente lo hacen sonar “autoritario”, “dictador”. Y claro que hay que desnazificar el mundo, aunque en la ONU, en 2021, los únicos países que se opusieron a una resolución que iba en ese sentido hayan sido Estados Unidos y Ucrania.

Esto es lo más peligroso: los neoliberales han arrastrado a los liberales y hasta a muchas izquierdas a ese tipo de tolerancia absurda que padecemos también en nuestra política interna. El librepensador se siente menos librepensador ahora si alguien afirma que los negacionismos, que incuban los totalitarismos, deben ser erradicados legalmente. Esa malformación de la tolerancia es lo que a muchos les hace pasar por alto las barbaridades que han hecho hace más de una década los nazis ucranianos.

Con el nazismo no se discute. Con el fascismo no se negocia. A los totalitarismos la democracia no puede tolerarlos, porque se les abre el camino al poder nuevamente, y lo primero que repetirán será su eterno modus operandi de solución final.

La vieja Europa sigue siendo atrozmente eurocéntrica, y este conflicto le hace decir cosas que las estaturas de los viejos líderes europeos no hubieran soportado. Ya no están ahí los que tuvieron padres partisanos o experiencia vital del nazismo. Los corresponsales de grandes medios o agencias agregan a su estupor por la violencia cosas como que “este un conflicto diferente a otros”, porque han visto víctimas “rubias y de ojos celestes, que podrían vivir en la otra cuadra de tu casa”.

Esa declaración está colocada sobre la conmiseración pero sólo del que se le parece racialmente. Eso es una semilla nazi. Es una hilacha de racismo intolerable. Siguen teniendo aliento de colonizadores.

Después no nos preguntemos de dónde salen los neonazis. Después no nos asombremos cuando nuevas ultraderechas lleguen al poder y desde los propios Estados se pretenda eliminar también la noción de género y volver a hablar de sexo: lo que se le critica a Putin. Eso, entre otras grandes calamidades que pueden ocurrir.

Muchos de los que creemos que Rusia tiene tanto derecho a su seguridad nacional como cualquier otro país del mundo, no votaríamos a un candidato como Putin. Lo que nos revuelve el estómago es que con estas patrañas Estados Unidos capitalice a su favor esa mirada, y se atente contra el mundo multipolar que sí queremos, que sí apoyamos, que sí queremos preservar porque al menos hasta ahora, ni Rusia ni China nos deben nada. Los que instalaron las doctrinas de “seguridad nacional” –y la usaron para el exterminio de argentinos– fueron los estadounidenses.

Ahora creen que el mundo es para ellos. Y ésa es la pesadilla, porque esta vez ya no serán las fuerzas armadas ni los jueces los que intentarán hacerse del poder, sino los fanáticos que cultivan in vitro y que aplastarán todas las diferencias. Los discursos del odio, ¿para qué los usan? Para quemar a las brujas de Salem.

Fuente: Página 12