La pandemia nos ofreció un nuevo prisma para abordar un clima cultural hasta ahora dominado por figuras del estilo de Trump o Bolsonaro, cuyos ascensos se asocian con dispositivos tecnológicos como los que se hicieron públicos en el caso de Cambridge Analytica. El protagonismo de ese tipo de personajes en la escena política no era más que la punta del iceberg de un crecimiento del autoritarismo en la sociedad civil que tiene causas muy diversas. En medio de la crisis sanitaria, volvieron a conjugarse y abrieron un nuevo capítulo de la fusión y potenciación recíproca de eso que se conoce como discursos de odio y fake news.  

Los síntomas de este fenómeno ya no pueden pasar desapercibidos. Mientras las estrategias para contener al virus exigían, razonablemente, prudencia y consideración de los intereses de todos, a través de las redes sociales se expandió veloz el lema: “primero yo y mis posesiones” (reales o imaginarias). Ese tipo de discurso se tradujo luego en una colorida saga de ilusiones anti-científicas y violencias contra los intereses democráticos. La afirmación “mi riesgo-mi elección” terminó de dar cuenta del contenido de una ideología que destila un liberalismo degradado e irreflexivo, que hubiera hecho sonrojar a algunos ídolos de esta corriente como John Stuart Mill o Adam Smith.

En esta profunda metamorfosis de ideologías, en la que republicanos defensores de la constitución asaltan con la pica en la mano a los parlamentos democráticos, tal vez ya no tenga sentido preguntarnos cómo llegamos hasta acá. Quizás haya que indagar directamente: ¿qué desafíos le plantean a las democracias estos nuevos odios y estas nuevas mitologías de la política cotidiana?

Empecemos por las fake news y la estructura específica de un tipo de comunicación: hay algo de la vida democrática que está realmente en juego aquí. Si tomamos al discurso científico como modelo de la explicación objetiva del coronavirus, entonces habría que considerar como noticias falsas o engañosas a un sinnúmero de opiniones, hipótesis y narraciones infundadas que pueden ser discutibles o problemáticas desde un punto de vista racional, pero que no son el nudo del problema al que tenemos que prestarle atención.

Imaginemos a alguien que afirma que el jugo del limón sirve para curarse del coronavirus. Hay estudios que muestran lo falso de esa afirmación y hay recomendaciones médicas que sugieren no confiar en esa terapia. Pero esta noticia falsa, en la medida en que no afecta a ningún otro individuo y resulta inofensiva desde el punto de vista práctico, no produce un daño ni guarda ninguna relación con la defensa de la esfera pública democrática.

Pensemos en un segundo caso, una campaña en la que se afirma que consumiendo al menos tres veces al día una cantidad razonable de dulce de leche se pueden mejorar las defensas del organismo contra este nuevo virus. Ahora ya no se trataría sólo de una falsedad, sino también de un mensaje que contiene una clara intención de manipulación a favor de un producto. Esta campaña a favor del dulce de leche podría generar confusión, implicaría un engaño para la ciudadanía, pero su daño no diferiría en nada de lo que hacen todas las campañas publicitarias de los productos destinados al consumo de masas en las economías capitalistas. 

Detengámonos ahora en un tercer tipo de mensajes: aquellos que sostienen que “comer comida china contagia el virus”, “la vacuna contiene restos de fetos humanos y es impulsada por un empresario judío”, “el virus no existe, las medidas de aislamiento son un engaño dictatorial”, “el ácido ribonucleico de la vacuna va a programar el genoma de la ciudadanía”. Todos ellos contienen falsedades e impulsan su dimensión performativa a través de engaños, pero se diferencian de los anteriores por el hecho de que se orientan a construir un contexto lleno de prejuicios agresivos y a normalizar una serie de conductas violentas, que movilizan el racismo, el antisemitismo y una desconfianza absoluta en la democracia. Esto es lo que viene creciendo hace ya varios años en el espacio público.

El problema urgente no radica en los mensajes que afirman que la Tierra es plana o aquellos que ofrecen una comunicación directa con dios, es decir, en mensajes falsos o engañosos en abstracto. Lo conflictivo está en aquellos mensajes propulsores de un tipo de comunicación sistemáticamente distorsionada, que favorece formas identitarias y creencias que socavan el principio igualitario de la democracia y destruyen las condiciones de posibilidad de un discurso público abierto y no-violento. Haríamos bien en llamar a estas últimos hate-news.

Otra característica de la articulación entre mensajes engañosos y discursos de odio que también puso de relieve la emergencia del coronavirus la vemos en el lugar desde el cual se polemiza o niega el saber de los expertos. En una democracia, la vida cotidiana ofrece a los sujetos múltiples motivos válidos para desconfiar o entrar en conflicto con los saberes que se producen dentro de las áreas especializadas de los expertos. Desde la denuncia de los efectos nocivos de determinadas investigaciones, hasta la crítica del solipsismo en el que se mueven muchos de estos saberes. En general, se trata de reclamos o protestas que exigen la realización de una discusión más amplia, que contemple otros intereses o puntos de vista desatendidos por los laboratorios del discurso especializado (de la ciencia, pero también del arte, el derecho o la moral). Pero no es esto lo que observamos en los discursos de odio que polemizan con los expertos. Lo que aparece no es una vocación de diálogo o un llamado a que las fronteras de la ciencia se vuelvan más porosas a las necesidades de la ciudadanía, sino la pretensión de ponerse –con mayor o menor disimulo– por encima de los expertos, destruyendo cualquier diferencia razonable entre los saberes, esgrimiendo la exigencia de dotarse de una autoridad que no requiere de contextos de justificación para lo que pretende imponer como verdadero. En este caso, la esfera pública se transforma en un coro monótono donde tiene la razón el que grita más fuerte, sin importar el tema o la experiencia previa de los participantes de la discusión. En el mismo sentido que en el caso anterior, esta imposibilidad para situar la diferencia y las tensiones con las culturas de expertos, el imperativo que exige su supresión, también es un aspecto novedoso del clima de autoritarismo que termina haciendo posibles las recomendaciones sanitarias de Trump o Bolsonaro.

El último punto que me gustaría señalar tiene que ver con el tipo de odio que se ha vuelto masivo en esto que se conoce como discursos de odio, que circulan con mucha facilidad entre las redes sociales y determinados partidos políticos. Nuevamente, no se trata del odio en abstracto. No hablamos del odio en un sentido banal, que esconde el problema afirmando que el odio es coextensivo con la naturaleza humana. Tampoco nos referimos al sentido del lenguaje ordinario, que le permite a un estudiante decir que odia levantarse temprano para ir al colegio. Efectivamente, en nuestra cultura el odio es una pasión abstracta y generalizada, que puede ser repudiada o considerada como inconveniente desde un punto de vista ético, pero no sirve ni para hablar en términos concretos de problemas políticos, ni para criticar de un modo preciso fenómenos anti-democráticos.

El odio del que estamos hablando es aquel que asume la forma de un deseo de crueldad, que lo expresan sujetos que necesitan que otros seres humanos sufran para poder realizar lo que consideran su deseo más íntimo, aquello que los distingue y los constituye. Por eso se hace ostentación de la violencia que se promueve y se transforman a este tipo de odios en un motivo de orgullo personal. Visto desde afuera todo esto aparece como completamente innecesario o inútil, porque no guarda ninguna relación con lo que está en juego en las disputas valorativas o los conflictos de intereses en los que estos odios aparecen mezclados. Pero este odio desmesurado es el que está creciendo en el espacio público de muchas sociedades contemporáneas. Un odio sádico que apunta al castigo y la supresión del otro en tanto tal a través de construcciones imaginarias y prejuicios que asignan una serie de males a la “naturaleza intrínseca” del objeto odiado. Es a causas de esas construcciones que exigen la intervención de un tipo de justicia análoga a la justicia divina, encarnada en este caso en estas nuevas figuras del Apocalipsis digital.

Hace más de 70 años Adorno y Horkheimer nos advertían que la concentración económica unida a tecnologías muy disruptivas en su capacidad de reproducción de contenidos culturales podían desencadenar un proceso muy semejante al de los totalitarismos. Afirmaban que esa fusión de intereses económicos y dispositivos tecnológicos no iba a encontrar ningún límite para controlar y manipular a la población, normalizando sus pasiones más oscuras y apelando a una política exclusivamente orientada al inconsciente. Algo de esta vieja intuición teórica ha cobrado actualidad. De hecho, lo que está detrás de la apariencia caótica de personajes como Trump o Bolsonaro (existen varios ejemplos en Argentina que se podrían agregar a la lista), que parecen estimular una escena en la que “todo está permitido” y “se puede decir cualquier cosa”, es la realidad de los grandes monopolios de la comunicación contemporáneos, a la vez los principales directores económicos de las nuevas formas de las desigualdades sociales. Es el mismo capitalismo digital, que concentra la riqueza de una manera insólita en figuras como Mark Zuckerberg o Jeff Bezos, el que habilita la explosión contemporánea de los discursos de odio y las fake news. Entre estos dos fenómenos no existe una relación contingente, sino que hay algo del modelo económico que estos empresarios exitosos representan que necesita vivir de una esfera pública corroída por los prejuicios y las pasiones del odio, la ira y la crueldad. Y es esta conjunción la que tiene que alertarnos si todavía queremos pensar en serio el futuro de las democracias.

Por Ezequiel Ipar. Sociólogo (UBA), Doctor en Ciencias Sociales (UBA), Doctor en Filosofía (USP). Investigador y profesor.

Fuente: Revista Anfibia