La mirada perdida en el horizonte, los inocentes caballos conocen la manera de morir; estás sentado en ese sillón de patria tan miserable como la misma palabra. Escondes la paupérrima mirada detrás de esos ojos tan odiosos como la propia sangre que recorre tu cuerpo estéril donde duerme ese vacío costado izquierdo, la puerta se abre lentamente, la luz se enciende, todo muere de repente.

Desde el lugar donde pueden decirse atrocidades sin ponerse colorado, observas el mundo desde tu altanería seca de inteligencia, sordo de palabras y sonrisas huecas; las calles son el dolor de los niños que las caminan, todo está infectado por tus manos de ave de rapiña, caen sobre el suelo gris los sueños.

Allí están los alcahuetes entregando su gracia por una limosna caprichosa, ríen y sienten ser parte de un sillón donde jamás les entrará el culo; anhelan formar parte de ese vacío que no se llena con nada, solo con ausencia y más ausencia; creen al fin en el odio constante, en el desprecio por aquellos que según ellos y solo ellos tienen una condición diferente basadas siempre en sus reglas tan endebles como sus corazones marchitos.

Contradicciones bajo el escombro opaco; destellos esporádicos de inteligencias artificial para los medios acreedores de sus propias vidas atadas al inminente ocaso. Observan desde lejos las siluetas, se ven felices mientras escupen el fuego de la palabra que recorren el aire rencoroso de una triste mirada vacía.

Marionetas estériles danzan suavemente sobre el lento asfalto embebidos en el veneno de su propia miel, las miradas vacías al cielo gris donde velan los santos del sin sentido pululando corazones sangrantes en una vereda de un verano por nacer. Caminan las calles con el vago recuerdo de vivir algo parecido a la vida, erróneo quien mira la vida del otro pues el tiempo es tirano y no se detiene solo humea el solitario andar camino a la muerte.

Lisandro Rivas (20 de agosto del 2020)