Por Martín Caparrós
En la palabra móvil, móvil fue, tanto tiempo, un adjetivo. Al principio la palabra no iba lejos: vivía en la boca que acababa de decirla y la distancia la hacía imprecisa, la cambiaba. La palabra se volvió realmente móvil hace 5.000 años, cuando a alguien se le ocurrió que unas marcas en la arcilla podían imitar sus sonidos, repetirla. Fue una tecnología de punta, y cambió todo. La escritura permitió fijar esas palabras en el barro y llevarlas de aquí para allá; desde entonces nunca pararon de moverse. Cartas, libros, telegramas, diarios, correos o mensajes son maneras de la palabra móvil.
Hasta que, en la palabra móvil, móvil dejó de ser un adjetivo; hace unos años se volvió sustantivo —sobre todo en España. A diferencia de otros castellanos —que dicen celular, celu, teléfono—, el de aquí dice móvil para nombrar un artefacto que antes era más grande y ahora chico, uno que antes estaba en la mesa y ahora en el bolsillo, que antes permitía hablar y ahora permite, sobre todo, ver el mundo —o esa parte del mundo que nos dicen que debemos ver: dibujarnos un mundo. La palabra lleva milenios siendo móvil, pero ahora el móvil se ha vuelto el signo de los tiempos: casi todo está en él, él está en casi todo.
El móvil es la máquina que define estas décadas. Hace 30 años, los primeros eran como ladrillos y no hacían nada que no hicieran los fijos, salvo andar; hace 20 los más nuevos se achicaron y empezaron a conectarse a la interred y, así, la catarata. Ahora unos 5.000 millones de personas tienen un móvil; 1.000 millones no son inteligentes, 4.000 millones sí —los móviles, digo, por supuesto. Una de cada dos personas en el mundo tiene uno o más; una de cada dos, ninguno: después hablamos de desigualdades.
En los países ricos es ineludible. El móvil es, ahora, la cosa con la que cada quien pasa más tiempo. Horas y horas cada día, y esa sensación de que sin tu móvil no eres nadie: no verlo unos minutos es zozobra. Las personas no hacen nada sin ese trozo de metal y vidrio, lo buscan, lo atienden sin parar, en el curro, en la casa, en el baño, en la cama; cualquier transporte es otra excusa para enfrascarse en él. Hace unos años cada cual chequeaba, al salir, que llevaba dinero, documentos, las llaves, un pañuelo. El dinero y los documentos ya están en el móvil, las llaves van llegando, el pañuelo se complica un poco; lo indispensable es esa máquina. No se me ocurre otro objeto en la historia con el que hayamos tenido relación tan íntima.
El móvil ha cambiado realmente la forma en que vivimos, las formas en que convivimos, las vigilancias que sufrimos: los móviles saben más de nosotros que nosotros, y se lo entregan a sus amos. Es de esas rarezas que se convierten en normalidad, novedades que olvidamos que son nuevas: ya no sabemos cómo era preguntar cómo se llega a tal lugar, enterarse de las noticias a la noche, ligar en un azar, no registrar cada momento, jugar a no jugar, pensar un rato, pensar incluso antes de hablar, perderse un par de horas.
Ya no sabemos: hemos sido invadidos, lo gozamos. El teléfono, como su nombre lo indica, era un aparato que llevaba lejos los sonidos. El móvil, como su nombre, es un aparato que se lleva lejos para no estar nunca lejos: un objeto que se ha transformado en tu lugar. No estás en tal esquina, en tal tren, en tal habitación: estás en tu móvil, moviéndote. Así, la palabra móvil vuelve a ser un adjetivo: nos vuelve móviles a todos, sujetos móviles, objetos móviles, nos redime de la obligación de estar en algún sitio para hacer tantas cosas que antes nos obligaban a estar en alguno, nos impide no estar en ninguno: pelea contra el espacio, contra los cuerpos, contra la geografía. Todavía no sabemos si eso es bueno o malo o lo contrario; estamos aprendiendo, sí, que todo es móvil.
Que todo siempre cambia y poco cambia.
Fuente: El País