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La utopía de la desconexión

Desde usuarios hastiados que eligen cortar con el consumo de plataformas sociales hasta retiros de desintoxicación digital, el aumento del consumo de pantallas contiene también su reverso: cada vez son más palpables la necesidad de gestionar el uso cotidiano de la tecnología y las estrategias, más y menos drásticas, para llevarlo a cabo.

Por Natalí Schejtman

Un lamento contemporáneo arremete cada vez con más intensidad: “paso muchas horas con el celular”. La queja se va haciendo más específica y penetrante. Se convierte en un murmullo digital desagregado en tretas cotidianas: dejar de mandar ese WhatsApp innecesario que podría ser un correo, alejar el teléfono de la habitación durante la noche, mudar -cuando se pueda- la mensajería laboral a redes menos omnipresentes. Y así como deviene en acciones concretas por parte de los usuarios -desinstalar las aplicaciones del teléfono, borrarse redes sociales-, incentiva iniciativas corporativas por parte de algunas empresas de tecnología, que brindan herramientas para controlar sobre el uso.

La desconexión -o al menos “más desconexión”- se convierte en una utopía de liberación contemporánea, que puede hacer coincidir los deseos de una conductora criada en los medios como Juana Viale con los del filósofo primitivista John Zerzan. Y puede ser leída como un privilegio -quién puede darse «el lujo» de ser inhallable- y también como un derecho, tal como quedó plasmado en la reciente ley de teletrabajo que define el derecho a la desconexión digital.

Sucede que si en un momento el celular representó un gesto de independencia respecto del escritorio, de a poco y a fuerza de una acumulación de aplicaciones, el mismo escritorio se metió adentro del celular y con él se acomodaron la vida social, familiar, cultural, informativa y una larga lista de etcéteras. La independencia que brindaba el teléfono móvil viró, para unos cuantos, en una sensación de dependencia. Y de esto incluso se han percatado las marcas. De hecho, el último grito de la moda se llama “bienestar digital” y refiere a herramientas digitales para controlar los excesos digitales propuestos por las mismas corporaciones que diseñan esos productos. En un paralelismo con su habitual rechazo a una regulación externa, se trata de una propuesta para ayudar a que los usuarios autorregulen el uso excesivo que le dan.

Desde el 2018, Google lanzó una app de bienestar digital en su sistema operativo. Es decir, que los usuarios de Android, por ejemplo, cuentan con este servicio para contabilizar el tiempo que cada uno usa en cada una de las aplicaciones, frecuencia de desbloqueo del celular y controlar ese uso o activar un modo “sin distracciones”. Apple hizo lo propio con Screen Time. Instagram, en tanto, también agregó en 2019 la posibilidad de ver cuánto tiempo pasaste en la última semana, setear cuánto tiempo quisieras pasar por día para que la misma app te notifique cuando llegaste a ese número.

Después, vino una pandemia. Una parte del trabajo pasó a la modalidad remota -aunque en el pico del 2020 los que trabajaron desde la vivienda representaron al 22,2% de los ocupados según el INDEC-, las clases presenciales -también cuando las condiciones técnicas lo permitieron- se hicieron virtuales y la vida cotidiana se ordenó detrás del lema “Quedate en casa”, aunque no siempre haya sido posible de cumplir. Entre otras cosas, eso provocó un aumento generalizado de consumo de pantallas: en chicos, por ejemplo, aumentó un 50%.

La pandemia hizo recrudecer la necesidad que tienen las personas de gestionar su relación con la tecnología, a la que usan para trabajar, para comunicarse con amigos y familia y para su tiempo de ocio. Pero también, los contrastes: mientras que algunos renegaban de su hiperconexión, WhatsApp fue vital para sostener la continuidad educativa en sectores con conectividad insuficiente a falta de clases presenciales. El resto de las plataformas sociales hicieron lo propio para sostener el trabajo y también los vínculos de amistad y familiares ante la inconveniencia del encuentro cara a cara.

La contradicción es una de las características del hastío frente a las tecnologías, que suele comunicarse por medio de las mismas redes que se critica. Y tiene, además, ejemplos notorios. Netflix, una plataforma que en 2020 superó los 200 millones de usuarios, estrenó en el año de la pandemia El dilema de las redes sociales, un documental muy crítico motorizado por desarrolladores “arrepentidos” sobre cómo las plataformas como Facebook, Twitter y Google están diseñadas para generar usuarios adictos.

En el documental, Netflix quedó excluida, aunque en 2020 el promedio global de consumo de esta plataforma fue de 3,2 horas según información reciente de Comparitech. Mientras que varios países de Latinoamérica rankean muy alto, Argentina es el segundo país con mayor consumo de Netflix según este informe, con un promedio de 110.459 minutos consumidos desde el mismo momento en que empezó su suscripción, sólo detrás de Perú.

Uno de los protagonistas del documental de Netflix, Tristan Harris, es co fundador del Centro para la Tecnología Humana, en el que investiga y promueve otra relación con los artefactos tecnológicos. Ese tema lo estudian con constancia los periodistas Martina Rúa y Pablo Fernández hace años, con el foco puesto en técnicas y conductas tanto para mejorar la productividad como para hacerle frente a la intromisión no deseada de las pantallas en general y el celular en particular en la vida de las personas. Hace cuatro años lanzaron el libro La fábrica de tiempo, en el que cuentan lo que ellos mismos fueron probando para ordenar su relación con el ubicuo celular, reúnen bibliografía existente sobre estrategias de foco y concentración en la era del multitasking y también explican el detrás de escena de algunas tecnologías que apuntan a capturar nuestra atención gracias al sesudo trabajo de mentes brillantes de la ingeniería.

La misma dupla acaba de sacar su segundo libro, que justamente lleva de nombre Cómo domar tus pantallas en el que brindan un panorama de lo que produjo la pandemia en términos de límites y concentración y hacen hincapié tanto en los consejos para mejorar el vínculo con las tecnologías y no perder el foco en los objetivos, como en las estrategias de negocios como para entender dónde nos ubicamos los usuarios y nuestro uso cotidiano. “En todos estos años desde que sacamos el primer libro, nos escribió muchísima gente dando cuenta de esta sensación de que no se podían despegar del celular, que no tenían foco para trabajar, o que habían perdido la posibilidad de estar en una cena con amigos sin estar chequeando todo el tiempo el teléfono – dice Pablo Fernández. Pero nosotros también reconocemos que el celular nos da muchas cosas buenas. Por eso el libro se llama Cómo domar tus pantallas y no cómo revolear tu teléfono”. La preocupación aparece en sectores sociales diversos: “No nos encontramos con ningún sector al que no le preocupe. Pueden llegar a cambiar los consumos, los usos, algo que en parte puede tener que ver con tener un mejor o peor celular. Pero la demanda de atención constante la encontramos en todos lados”.

Fuera de foco

La sensación de la interrupción recurrente, de “deber cosas”, de sentir que están “siempre conectados” o la obligación de contestar de manera inmediata, agrega Fernández, se acentuaron con la pandemia pero ya aparecían como preocupación. Todo eso está presente entre los argumentos de algunas personas que decidieron cortar de manera drástica con determinado uso del teléfono. O que prefirieron nunca abrir esa puerta.

Un ejemplo es Federico Cuco, bartender de renombre, protagonista de una serie en Amazon Prime y con una activa cuenta de Instagram. A él, el WhatsApp le duró exactamente 7 días: “Me lo instalé cuando me fui de viaje por trabajo hace seis años y no lo soporté”, dice hoy. No tiene computadora propia aunque no es anti tecnología: “Solo creo que hay que equilibrar los momentos y la gente está muy desequilibrada. Yo soy bartender. Lo mío es la experiencia. Me parece importante cuando estás trabajando apagar el teléfono y mirarle la cara a la gente. No es que un bartender lo necesita para trabajar. Creo que hay que volver un poquito a charlar. A mí me han pasado cosas muy ridículas como que me doy cuenta de que están dos en una cita y están los dos mirando el teléfono en vez de mirarse a la cara”, dice Cuco.

A la vez, reinvindica el uso del SMS: “A mi equipo de laburo les mandé un sms con tres cosas importantes que tenía que decirles y me contestaron ¡esto es ilegal! ¿Cómo me vas a hacer bajarme una aplicación de mensaje de texto! Sin saber que no hay que bajarse nada, que está ahí”, se ríe.

Otro que recuerda socarronamente los beneficios de los mensajes de texto es, curiosamente, un ejecutivo de una big tech, que habla de su experiencia como ciudadano hiperconectado y del momento en que decidió desintalarse WhatsApp, hace un año. En su caso, ya venía pensando en la necesidad de silencio, algo que se estaba perdiendo con las constantes notificaciones: “Ese quiebre del silencio implicó un quiebre lento pero progresivo de nuestra atención en fragmentos cada vez más chicos. Hoy existe el consenso de que la comunicación por esa vía requiere de una disponibilidad permanente a la recepción y un timing específico para la respuesta. La presión de la sincronicidad se ha ido haciendo cada vez más grande, y esta pulsión de conformidad con el código de conducta implícito es cada vez más grande, y más invisible. Para retomar cierto control es necesario recuperar espacios de asincronía en la comunicación digital, con honrosas excepciones de sincronía premeditadas o acordadas previamente”.

Después de un año de darle vueltas al asunto, puso en marcha la retirada: “Creé una lista de difusión y envié un mensaje a todos mis contactos. Al final de ese día, leí las respuestas y borré la aplicación. Desde entonces, no volví a usarla”. Dejar ese servicio de mensajería le permitió tener menos notificaciones, menos tareas pendientes -responder mensajes constantemente- y menos fragmentación de su tiempo. “Ya no suena el teléfono con una notificación y menos aún tengo la sensación de que tengo que fijarme si hay algo pendiente, o sea que opera en dos niveles a la vez”. De todos modos, no descarta volver al WhatsApp en el futuro, aunque lo haría con otro número y para una cantidad limitada de gente.

Los motivos detrás del abandono o la dosificación de las tecnologías sociales también pueden relacionarse con los efectos de la abundancia informativa, algo especialmente sensible en medio de una pandemia global que arroja miles de noticias por minuto. Esta sensación abrumadora de sobreinformación de noticias negativas sentía Eliana, una chica de 27 años que trabaja como administrativa en Santa Fe y prefiere no decir su nombre real, cuando entraba a Twitter. Su portazo a esta red social también tuvo que ver con su habitual tono belicoso que, decía, le ocasionaba ansiedad y malestar. Sentía que le «drenaba la energía». Borró su cuenta sin más. Pero cinco meses más tarde decidió volver de otro modo: con otro usuario y siguiendo muy poca gente: «Decidí volver siempre y cuando no me genere angustia. Hay cuentas (muchas) que no volví a seguir, no sigo portales de noticias, algunas cuentas que sigo las silencio si siento que su contenido es muy negativo. No descarto volver a borrarla, aunque por ahora siento un cambio positivo en cuanto a mis consumos de información en Twitter».

En una línea similar apunta el experimento de Carla Bonomini, que propuso pasar todo el mes de abril sin redes sociales, siguiendo una de las recomendaciones del gurú de minimalismo digital, Carl Newport. Hace un tiempo empezó a apagar su celular los fines de semana que no trabaja. Después, lo amplió hacia este desafío mensual y se lo comunicó a sus seguidores en Instagram, en Patreon y en el newsletter donde comparte su trabajo y sus ideas. Recibió muchas respuestas de gente que la iba a imitar: «Mi idea es aprovechar Abril sin redes para disfrutar del silencio digital, primero, y después con distancia y la mente fresca ver qué pasa conmigo este mes, sacar conclusiones y rearmar mi relación con el ecosistema digital de una manera que me resulte funcional a mí. No estoy en contra de las redes sociales, que pueden ser una herramienta muy valiosa (sin ir más lejos la mayor parte de mi trabajo la muevo por ahí), pero creo que también pueden ser un arma de doble filo: son tecnologías que están diseñadas precisamente para ser adictivas y cuyo sistema de ganancias se basa en nuestro uso indiscriminado. Llegaron de golpe a nuestras vidas bajo la promesa de ser una distracción más entre varias y terminaron invadiendo cada momento, cada almuerzo, cada silencio en casa, abarcándolo todo».

Tecnología chatarra

“Me siento una ex fumadora sermoneando”, dice Marina para justificar por qué prefiere hablar con pseudónimo. Azafata de 30 años, argentina pero con base en otro país, decidió hace un año activar algunos límites con su cuenta de Instagram. “Pasó de ser una plataforma de mascotas, bebés, viajes y cosas lindas a una plataforma dominada por influencers y tutoriales de influencers, que igual me enganchaban”. Hace un año, empezó desintalándose la aplicación del celular los fines de semana. “Igual me pasaba que cuando lo abría para ver qué pasaba terminaba estando mucho tiempo y la verdad nunca me sentía mejor cuando terminaba de scrollear: sentía por qué no estoy de viaje, por qué no soy tan flaca…”. Así que finalmente hace un mes borró su usuario. A la distancia, piensa que la distraía de lo que quería hacer y que le quitaba tiempo: “A veces scrollear hasta que la misma app me decía que ya había visto todas las fotos de mi timeline. Me sentía como si me hubiera dado un atracón de McDonalds: asqueada”.

La comparación entre el consumo digital y la comida es recurrente y está estudiada. La investigadora Theodora Sutton, que viene trabajando sobre comunidades de desintoxicación digital desde el Instituto de Internet de la Universidad de Oxford, llamó la atención sobre el uso de la metáfora de la alimentación en los testimonios de los asistentes a un retiro en California, que usan palabras como “snack” para definir un mensaje de texto inmediato en oposición a encuentros cara a cara “nutritivos”. Los retiros de desconexión y desintoxicación son costosos y, como observó Sutton en uno de sus artículos sobre Camp Grounded (uno que provee una certificación oficial de Digital Detox), suelen estar poblados de asistentes blancos y de buen poder adquisitivo.

Otras comunidades desconectadas también llamaron la atención de Werner Herzog, que en 2016 estrenó Lo and Behold: Reveries of a Connected World, un ensayo personal sobre internet en el que hablan desde Elon Musk hasta el físico del MIT Lawrence Krauss y personas que cuentan su afección que hace que sufran terriblemente las señales inalámbricas y por eso se mudaron cerca de un telescopio que investiga el cosmos y las inhabilita. Los celulares inteligentes, simplemente, no funcionan. Herzog termina retratando una especie de comunidad que construyen estos ermitaños contemporáneos y también se detiene en los institutos de rehabilitación para adictos a internet.

Estos ejemplos son extremos. Para Pablo Fernández, además, no todo el mundo puede desconectarse: es una herramienta de la que depende el trabajo de mucha gente. “¿Cómo haces hoy para vivir sin celular? ¿rechazás trabajo en el que es una pieza clave? Me parece que hay cuestiones en relación con el uso de la tecnología que no me sorprendería que las enseñen en las escuelas. De hecho, en varios países es un tema que se está empezando a enseñar: saber cómo está hecho un teléfono y sus apps, como si de ese modo uno pudiera generar ciertos anticuerpos para poder hacer un uso más consciente y saber también desconectarse”.

Fuente: elDiarioAR