A los 16 años, Vanit Ritchanaporn y su primo cruzaron a nado los 1500 metros de ancho del correntoso Río Mekong para escapar de la guerra civil en su Laos natal. En 1979, por iniciativa de las Naciones Unidas y el contacto de una familia amiga, llegaron como refugiados a la ignota Argentina. En la actualidad, después de peregrinar por diferentes provincias, reside con su familia en Chascomús, donde es metalúrgico y masajista con técnicas orientales. Ésta es la historia de un hombre que pretende mantener y reconstruir puentes con su tierra natal, pero además desafía, respecto de Argentina, el criterio de país inviable, “no existe en el mundo un lugar como éste”, afirmó.

En 1978, hace más de cuarenta años, Laos, en el sudeste de Asia, tuvo una guerra civil no declarada, promovida en buena parte por Estados Unidos y como efecto colateral del conflicto en Vietnam. Tras la firma de la necesaria pero endeble paz, el país sucumbió en una profunda crisis económica y social, característica habitual de los escenarios de posguerra. Vanit, que provenía de una familia de agricultores, que trabajaban la tierra de sol a sol, se dio cuenta que no estaba cómodo en ese contexto y decidió, con solo 16 años, internarse en las aguas del río Mekong en busca de la orilla tailandesa, distante a kilómetro y medio, pero sobre todo, en busca de otra realidad.

“Junto con mi primo tomamos la decisión de abandonar la familia e hicimos la travesía más peligrosa de nuestra vida, 1500 metros de agua helada, con una intensa correntada, similar a la del río Paraná” expresó Vanit, desde la calidez de su hogar en Chascomús. Y agregó la primera de las expresiones bien argentas de su vocabulario: “No nos morimos de pedo”.

El cruce del río, narrado en 2018 en la película “Río Mekong”, de Leonel D´Agostino y Laura Ortego, lo planificaron durante un mes, del otro lado de la orilla estaba Tailandia y parte de la familia de los aventureros, “concluimos que en cualquier lugar íbamos a estar mejor que en Laos. Una vez en Tailandia, en vez de ir con los nuestros, caminamos río abajo, mojados y con mucho frío. Nos tiramos en el suelo y descansamos; mi primo nadó desnudo, mientras que yo llevaba una mochila con las pertenencias elementales, tuvimos muchísima suerte, Dios estuvo de nuestro lado”.

El primer tiempo en Tailandia no fue color de rosas, se instalaron en un campo de refugiados donde la vida era similar a la de Laos, “en mi país estaba papá y tenía para comer, en cambio, este sitio no era el paraíso, nos alimentábamos con migajas y teníamos la necesidad de irnos”. La salvación provino de la mano de las Naciones Unidas y de un matrimonio que les ofreció peregrinar a la entonces desconocida República Argentina, “solo sabía que eran los campeones del mundial, nada más”. No lo dudaron y se hicieron eco de la propuesta.

De este lado del mundo se instalaron en la tranquilidad de La Pampa. Unos meses en General Acha y otro tanto en la pequeña localidad de Guatraché, más precisamente en la estancia “La Cuadrada”, donde realizaron todo tipo de actividades agrarias, “después de un tiempo nos separamos y cada uno siguió su camino. Fueron tiempos difíciles, pensé mucho en volver, tenía 15, 16 años y no sabía qué hacía solo en esa provincia desconocida, llegaba el atardecer y se escuchaba nada más que el ruido de los pájaros, era duro”.

A través del programa de las Naciones Unidas que lo trajo a la Argentina Vanit consiguió empleo en la ciudad pampeana, donde pudo desarrollar sus habilidades y realizar trabajos de todo tipo. Empezó la etapa más agradable, las amistades, el familiarizarse con el idioma y poder pensar en nuevos horizontes.

En 1994 llegó a su lugar en el mundo. Después de algunos trabajos en Ranchos, un familiar le prestó vivienda en la ciudad lagunera, se anotó en distintas empresas y Fadecya le abrió las puertas. Se arraigó. Chascomús es la segunda localidad con más personas de origen laosiano (70) después de Posadas, en Misiones. Vanit fue el precursor y fundador de la comunidad a nivel local, interesado por mantener la cultura de aquella parte de Asia y transmitir a las generaciones venideras la tradición laosiana: comida, música y costumbres.

“Cada vez vienen más argentinos, estamos perdiendo terreno”, dijo con algo de nostalgia respecto de las nuevas descendencias laosianas. Sin embargo, “lo entiendo”, aclaró y explicó cómo familiares de origen asiático en Estados Unidos o Francia se inclinaron por idiomas ajenos a los de sus países de origen, “a mis hijos los obligo que hablen cada tanto mi lengua, pero los nietos es difícil, a los ponchazos, dominan poco y nada la lengua original”.

El idioma en cuestión tiene características similares al tailandés, pero nada que ver con las lenguas del resto de Asia, idéntica situación se da con la idiosincrasia de sus habitantes, “los occidentales nos ven a todos iguales, pero no somos japoneses, coreanos o chinos, somos países diferentes. Al principio molestaba que nos metieran en la misma bolsa, pero con el tiempo creo que Laos se ha ganado un lugar”.

El tiempo de Vanit se reparte entre la fábrica a la mañana y los masajes con técnicas orientales a la tarde, “me está dando mucho trabajo y estoy contento”. Destacó que en Argentina están muy bien, “no siento discriminación y nos tratan como iguales” y mencionó que si no se fue en 2001, cuando su familia subsistió a través del trueque y familiares cercanos lo invitaron a emigrar a Toulouse, Francia, “no me voy más”.

En 2011 regresó a Laos, caminó reflexivo sobre la orilla del río Mekong, alejado ya el fantasma de la guerra. Entonces su madre, que hoy ya no vive, le dijo con voz áspera: “Tu visita parece la de un pariente lejano, que viene y se va”. “Mirá mamá” inició Vanit, como preludio de una frase dolorosa, pero certera, “Laos no es mi país, me dio la vida, seguro, pero siento que soy argentino”. Diez años después de aquella anécdota repitió para cerrar que “no existe en el mundo país para vivir como Argentina, con sus vaivenes políticos y económicos, por supuesto, pero no hay otro lugar igual”.