*Publicada en revista Gatopardo (México), abril de 2009.

El primer número de El Heraldo lo había prometido, y parecían palabras al vien-to. Mientras la corte y los ministros asumían, Ángel Canatelli, en su voluptuoso carácter de Primer Ministro y Guardián de la Corona con carácter interino y Ministro de Relaciones Exteriores y Jefe del Superior Ceremonial Real, juró construir un castillo para el Rey, pero uno tan verdadero como falsa era su monarquía. El Marqués de Pintoresco, don Fernando Cores, pagó de su propio bolsillo un enorme predio junto a la laguna, a algunos kilómetros del centro del pueblo. Era un terreno inhóspito en esa época, sin urbanizar y sin caminos aceptables, sólo un sendero. Se esfumaba el año 1947, y Canatelli puso manos a la obra. En los tiempos libres de sus trabajos en la construcción, partía rumbo al “Coto Real de Caza y Pesca” —así fue el primer nombre oficial— con sus empleados de obra, y con ellos levantaron una entrada al terreno: dos torres rematadas en almenas de “custodia” y un portón de hierro forjado. A su derecha, un cartel rezaba:

“Estas puertas se defiendan, que no ha de entrar, vive Dios!

 Por ella quien no estuviera más loco que lo que estoy yo!”

 Manuel I Rey de Copas

Los ministros se sumaron rápidamente al delirio empujado por Canatelli. El ministerio de Economía del Reino, con Héctor Garbizu a la cabeza, fue el encargado de organizar las finanzas para la construcción, en contacto permanente con el Tesoro Real, que había recaído en don Humberto Pignataro. Cada integrante vació sus propias arcas y el reino se hizo de empréstitos para los materiales. Angelito dibujó los primeros planos, que cambiaron mil veces antes de materializarse. A lo largo de 1948, el castillo estaba en marcha.

Una estructura fortificada, con almenas en la parte trasera, esa que miraba hacia la laguna; la zona del puerto real. En el frente, el portal era flanqueado por dos torres con sus ventanales, y en el centro, el balcón donde el Rey daría sus discursos. Eran 170 metros de superficie cubierta para el salón principal, el solar, y dos salones en los laterales destinados al bar y el comedor privado. Un hall de recepción, toilettes y, en la planta alta el despacho del monarca, habitaciones y salones de baño para los huéspedes.

Además, hasta esa zona —unos cinco kilómetros desde el casco urbano— se llevaron las instalaciones de energía eléctrica y agua corriente, atravesando terrenos vírgenes y complicados. Una empresa compleja que crecía al mismo ritmo de la bronca masticada por las esposas de ministros y de miembros todos, que dedicaban más tiempo a sus cargos que a ellas.

El castillo del Reino de la Amistad era la nueva morada —a tiempo parcial, claro, para no descuidar El Nacional— del afianzado Manuel I.

La historia de los reinos imaginarios, delirios omnipotentes y separatismos absurdos puede dar un paseo por unos cuantos ejemplos, pero no parece encontrar similares al de Chascomús. Nacido de una broma —condición que nunca abandonó— se levantó con la fuerza de una institución paralela a las oficiales, pero con la amistad, la celebración y, claro, las copas como columna vertebral de gobierno. Lahourcade recuerda la experiencia de la República de La Boca, hacia 1876 —aunque las fechas varían según la fuente— cuando los inmigrantes genoveses instalados en ese barrio de Buenos Aires, populoso y popular, se levantaron contra el gobierno y decretaron su independencia. Pero aquello duró sólo algunas horas, y el espíritu que lo guió estuvo en las antípodas de este reino.

Con sentido monárquico y con una motivación tan delirante como la de Manuel I y sus seguidores, se podría ubicar a la historia de Oreille Antoine de Tourens, el francés que a mediados del siglo xix se proclamó “Rey de Araucania y Patagonia”. La figura de Tourens, delirante por sus métodos, se cruza con un costado más peligroso, ya que su autocoronación apuntaba al dominio territorial de media Argentina y Chile. Dos veces lo intentó, y dos veces lo capturaron. Aunque hasta hace pocos años había supuestos descendientes reclamando sangre azul y derechos sobre la Patagonia.

En la filmación ahora el salto es evidente. La fecha no es para nada clara, puede ser 1948 o 1949. Los cimientos del castillo aparecen enseguida como base de muros casi terminados. Un paseo del Rey embarcado por la laguna se funde con la Gran Velada de Gala en el cine teatro Chascomús, en la noche del 1 de junio de 1949, para el que nuevamente se rentaron trajes y galeras de primer nivel, ahora en la Casa Martínez de Buenos Aires, a 92 pesos cada uno. Después, un “almuerzo en privado”, con el Rey y la Corte brindando y cambiando ideas en los jardines.

No se sabe cuándo fue; entre risas pueden estar proponiendo nuevos ministerios, decidiendo el tono de los textos de El Heraldo, o designando algún nuevo embajador. Y de pronto, la imagen del 8 de enero de 1950: la inauguración del segundo paso en el crescendo de Canatelli & Cia: la Plaza de Toros.

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Visto así, era el camino lógico. “El Rey tenía que tener castillo, y como era español, ése debía tener plaza de toros”, deduce Lahourcade, y apunta que el reino consiguió lo que no había logrado la fuerte colectividad española del Chascomús de principios de siglo, cuando en 1900 se le impidió levantar una plaza para el deporte de la Madre Patria. El reino solicitó los permisos correspondientes mediante su Correo Real, con papelería membretada y estampillas verdes estampadas con el rostro del monarca. A través de esa correspondencia se comunicaban con las autoridades municipales, abogados y se solicitaban préstamos. Era común la documentación con el sello del reino, esa fuerza paralela con sus propias reglas. Para la plaza de toros —bautizada “Ministro Canatelli”— hizo falta el diseño del constructor, pero fue ahí donde aquella mirada cruzada en el inicio con Bebe Wallace entró fuertemente en juego.

Juan José Bebe Wallace, regordete y formal, tenía por entonces ventajosos contactos en Buenos Aires, más precisamente en la aduana. “Por entonces tenía relación directa con las concesionarias, en una época en que estaban vigentes los cupos de importación. Lo que también permitía a los integrantes del reino, entre los que se contaban por entonces los hacendados fuertes de Chascomús, poder comprar los últimos modelos de Plymouth, Ford o Chevrolet y ser nuestra ciudad una de las que ostentaba un número de vehículos más nuevos de mayor magnitud de acuerdo con su población”. Así lo recordó el diario local El Argentino, del 9 de enero de 2000, al cumplirse medio siglo de las primeras corridas.

El contacto aduanero de Bebe se transformó en fundamental. Antecedentes de los containers, por entonces los vehículos importados llegaban a Sudamérica encerrados en cajones de gruesas maderas que terminaban sus días en el descarte. Con los planos bocetados por Angelito, las maderas fueron llevadas hasta Chascomús y se transformaron en el perímetro y tribunas de la plaza, que se instaló a un costado del castillo, dentro del mismo predio, pintada de rojo y blanco, con una arena de 50 metros de diámetro y con capacidad para dos mil personas.

Para llegar con todos los bríos al 8 de enero de 1950, el rey Manuel ordenó procurar los toros y los toreros. Bartolomé del Valle, El Pajarero, fue el director de la costosa expedición que llegó hasta la provincia norteña de Corrientes —solventada, como siempre, por los aportes de la Corte en su totalidad— en busca de los animales, mientras desde Perú hicieron llegar a los más diestros toreros. Antonio Fuentes, Eladio Sacristán Fuentes, Apolo Martínez El Cordillerano, Vicente Martínez Niño de Haro, Ceferino Hernández Barrerita, y otros, se lanzaron a la plaza y repitieron la corrida al mes siguiente. Luego de la primera —que tuvo como condición única no lastimar al toro, en sintonía fina con el espíritu de fraternidad—, el banquete real para casi 700 personas cerró la fiesta.

Con su espacio de recreación terminado y un palacio propio, la Corte se reunía para tomar las decisiones importantes, madurar cambios en el gabinete, y sobre todo, celebrar. Cada reunión demandaba un acta rubricada por el escribano real, y cualquier ausencia derivaba en multa. Así lo demuestra un decreto que aún se conserva, en el que el Rey, amigable pero estricto, multó con penas de entre 100 y 500 pesos a ministros y embajadores que faltaron sin aviso a una celebración por nuevos nombramientos.

“Las multas impuestas —decía el artículo 4º— deberán ser obladas en la Tesorería Real, dentro de las 48 horas de recibida la notificación pertinente, bajo pena de pérdida total de los privilegios con los que han sido favorecidos”.

Tito aclaró que aún es posible encontrar en Chascomús a algún sobreviviente de otras etapas de la monarquía. Ahí está esperando, a la mesa de un bar, Domingo Lejona, Mingo, parte de la Guardia Real en el segundo periodo del reinado. Fue hacia 1950. Los ministerios sufrían algunos cambios, aunque siempre los personajes fundamentales se mantuvieron firmes en sus posiciones. Mingo, que años después adquirió fama deportiva con el plantel de Gimnasia y Esgrima La Plata en los torneos de futbol de comienzos de los años sesenta, parece dividir su nostalgia entre esas dos etapas: habla con la misma emoción de su carrera futbolística, de lesiones y gambetas, como de su papel en el Reino de la Amistad.

Era sólo un chico de 13 o 14 años cuando se integró a la caballería dentro de la Guardia Real para los actos protocolares, hacia la época de la inauguración de la plaza de toros. “Fue una humorada inolvidable —dice— que hacía llenar las calles y los teatros cuando juraban los ministros o en la corridas. Se nombraban ciudadanos ilustres, como Aníbal Cosito Fourquet (uno de los vecinos linderos a El National y Jefe de la Guardia Real), siempre con el hacedor, el Hombre del Reino detrás”. El Hombre del Reino era, claro, Angelito.

Tito Ursino cumplió con su servicio militar obligatorio en Chascomús.

Cuando faltaban pocos días para terminarlo, una carta de las autoridades le puso como destino para las últimas dos semanas de su instrucción la ciudad de La Plata, la “ciudad grande” más cercana, a mitad de camino con la capital nacional. Su novia, cosechada en las tertulias reales del castillo quedó esperándolo en el pueblo. Era enero de 1953.

En la mañana del 17 de ese mes, Angelito Canatelli entró, apurado, al bar El Diluvio, a unas pocas calles de El National. Trabajaba con sus obreros muy cerca de allí, en las molduras de una obra en construcción. No se sentía del todo bien. Una ginebra podía devolverle las fuerzas, habrá pensado. La pidió, se sabe, pero nunca llegó a probarla.

Tito recibió otra carta, ahora estando ya en La Plata, ahora firmada por su novia. “Murió Canatelli”, fue la noticia, la que ese día corrió por todo el pueblo. “En ese momento pensé que se acababa el reino —recuerda—. Con él se fue el alma”, dice Lahourcade y sin saberlo coincide con Tito. El obituario publicado en la gráfica local al día siguiente lo describía: “Nada hubo que no le interesara […] la acción que lleva a los espíritus a ser un poco niños cuando se ha traspuesto con creces esa edad, lo contaron siempre en leal y franca colaboración, como si su vida se hubiese hecho para eso: para no defraudar nunca al amigo”. La fórmula tácita Manuel I al gobierno, Angelito al poder se apagaba.

La vieja filmación se corta abruptamente. Una edición reciente le puso música, pero los últimos minutos ni siquiera los tienen. Un plano postrero, movido, y final. La cinta entrega apogeo y decadencia en un abrir y cerrar de ojos. Llegó 1953 y faltó quien empujara. Alguien a quien seguir, diría Ursino. “Como buen acto nacido de la bohemia duró poco, y eso sucede mucho más cuando desaparecen los protagonistas. Las creaciones de ese tipo no son para durar. Cuando se institucionalizan, se acaban”, cierra Alicia Lahourcade.

El reino se extendió formalmente entre 1947 y 1952 —aunque sus integrantes contaban como nacimiento el Día de la Amistad de 1946— y sus actividades se desdoblaron entre El National y el castillo. Las actividades vertebrales fueron los banquetes y tertulias, siempre bien (muy bien) regadas por vinos y aperitivos. Un gran pretexto, desmedido y costoso, para pasarla bien. La correspondencia real y los decretos versallescos, los desfiles, embajadores plenipotenciarios, cónsules en pueblos cercanos —como los nombrados para los pueblos de Magdalena, Lezama, Tandil y Ayacucho—, los tres ejemplares anuales de El Heraldo en 1947, 1948 y enero de 1950; y los discursos de florida retórica se pusieron a disposición de una pompa de jabón sin más objetivo que la broma.

En algún caso, el reino —acaso institucionalizándose— metió manos en un trabajo social. El 7 de abril de 1950 un vendaval se llevó parte de la Capilla de los Negros, una antigua construcción afroamericana del pueblo, y el reino organizó el operativo de reconstrucción, junto con los vecinos y autoridades políticas. “Aunque no llegó completamente a ser fuerte en los barrios más lejanos, el reino consiguió ampliar el espectro de la aristocracia pueblerina”, dice Lahourcade.

Por Sebastián Benedetti

Periodista, técnicamente Licenciado en Comunicación Social, Especialista en Periodismo Cultural y Docente en la UNLP – UNICEN. Sus notas, crónicas y coberturas de viajes fueron publicadas en Página/12, La Nación, Brando, Rumbos, La Pulseada, Diagonales, Gatopardo (México) y Séptimo Sentido (El Salvador). Autor, entre otras publicaciones de los libros Estación Imposible y Lado B, Historias desde las fronteras de la realidad (incluye esta crónica y puede encontrarse en https://perio.unlp.edu.ar/archivoperio/node/8268).

Las ilustraciones del libro Lado B, entre las cuales se encuentra la portada de esta crónica, fueron realizadas por Eduardo “Taladro” Cejo.

(*) Con la llegada del mes de Julio ANTI les propone celebrar la amistad. Para ello, nada mejor que la nota de Sebastián, publicada hace más de una década, pero de vigencia eterna. Serán cuatro entregas dominicales por el mismo precio, nada, así como no tiene valor contar con buenos amigos.

Leé la primera parte de la historia en: Chascomús: el reino absurdo (I).

Leé la segunda parte de la historia en: Chascomús: el reino absurdo (II).