Por Andrés Crampton

El marinero sigue hundiéndose, con él se hunden sus sueños y sus recuerdos. Hace muchos años que se encuentra bajo el agua, pesadas cadenas se enredan alrededor de su robusto cuello, mientras que una soga ata sus pies a un enorme ancla. El peso que carga lo hunde, pero no quiere soltar, pues es lo poco que le queda de su tan amado barco, después de que una traicionera tormenta lo azotara.

Incluso si quisiera deshacerse de sus ataduras ya no le quedan fuerzas, su cuerpo llegó al límite hace mucho tiempo. Pero él recuerda, recuerda como si hubiera sido ayer e intenta gritarle al fantasma de su pasado para que cambie de curso, para que salve a sus hermanos. La desesperación hace que el salado líquido entre a sus pulmones, provocándole un inmenso dolor. Y se ahoga, y sigue ahogándose y retorciéndose de dolor mientras es arrastrado hasta las profundidades del océano.

A veces, motivado por la ira, hace un vano esfuerzo con sus brazos para intentar subir a la lejana superficie, pero no tarda en darse cuenta que no puede resolver la situación. Algún día, el eterno abismo bajo sus pies llegará a su fin y cuando toque el lecho de esa pesada dimensión, no volverá a levantarse jamás. El tiempo corre, no sabe cuánto falta, tal vez sigan pasando los años y él siga descendiendo hacia su perdición o tal vez todo acabe en unos segundos. El viejo marinero agarra con fuerza sus cadenas y por dentro maldice, ve ante sus ojos la eterna escena de su caída y grita rebosando de furia, sumiéndose de nuevo en el dolor.

Los años pasan y él sigue cayendo lentamente hacia el olvido, su cuerpo ya apenas se mueve, está completamente entregado a su destino. Está atrapado en ese bucle de remordimiento y agonía que atormenta sus sentidos. Ante lo que parece una muerte lenta experimenta una visión, una enorme mano desciende desde la superficie y lo recoge poniendo un alto a su descenso.

Al contacto de esa figura siente como sus cadenas comienzan a deslizarse por alrededor de su cuello aliviando su peso, la soga de sus pies se desata como por arte de magia y el ancla se desprende de sus pies. El sonido de mil trompetas celestiales lo introduce en un trance en el que el dolor comienza a disminuir. Por fin, después de tanto tiempo, experimenta el verdadero perdón. Arriba de esa gigante mano comienza a ascender hacia la luminosa superficie, el alivio que siente lo hace llorar, lo hace reír. Desde abajo del agua divisa la silueta de un pequeño bote desde donde su salvador lo eleva, a medida que se acerca a la superficie logra ver con mas claridad la enigmática figura. Es en ese momento donde ve su propio rostro, curtido y sonriente, en la figura de quien lo salva, como si se tratara de un reflejo.