¿Todos estamos soñando raro?
La otra noche soñé que garchaba con Gabriela Cabezón Cámara. La escritora. La periodista. Creo que casi no nos conocíamos pero terminábamos en la cama después de la presentación de un libro o de la inauguración de una muestra de arte. Rodábamos risueñas por el aire, dando vueltas abrazadas, en cámara lenta. En un lugar donde parecía no haber fuerza de gravedad, así como se muestran a los astronautas en la luna. Como si Neil Armstrong hubiera ido con un compañero y se calentaban en el medio del alunizaje y empezaran a revolcarse por el espacio. Y así rodando por el aire a las carcajadas mientras nos tocábamos, aterrizábamos en la cama de un departamento que no conocía ¿sería su casa? Su pelo corto, casi rapado, gris oscuro por las canas mezclado con su castaño, le daban un aspecto masculino. Un poco Judith Butler, un poco Paul Preciado. Más que masculinizado diría de una sexualidad disidente. Ella llevaba la batuta, se notaba que era la experimentada en esa pareja transitoria. Yo me iba dejando, alegremente. Nos llegábamos a dar besos y nos tocábamos vestidas. Me intrigaba ver su cuerpo desnudo que se insinuaba curvilíneo debajo de su ropa holgada. Creo que era más curiosidad que deseo. No sabía si me iba a gustar. Solo alcancé a tocar axilas peludas y no me había resultado desagradable. Cuando estábamos por fin en la cama, luego de jugar un rato todavía vestidas, nos interrumpe el sonido de una armónica. Giramos de golpe la cabeza hacia la ventana abierta de la habitación, todavía una arriba de la otra. Un vecino morocho, alto, joven, en pijamas a rayas creo, nos miraba como voyeur angelical, o un simple pajero, mientras tocaba una armónica flotando en el aire. Evidentemente no tenía ninguna intención de pasar desapercibido. Saltamos de la cama para buscarlo, y él corrió por los techos, en realidad volaba y lo seguiríamos entre los edificios. Lo encontramos detrás de un ventanal de un departamento a oscuras, y desde adentro nos miraba como satisfecho, a salvo después de su travesura.
Me desperté y el sueño estaba todavía muy patente. Era viernes y ese día tenía sesión con mi psicóloga. No me iba a poder hacer la boluda. Tenía miedo que me diga que era lesbiana. Supongo que por eso apenas le comenté el asunto un minutos antes de que terminara la sesión, y la charla quedó pendiente para el viernes siguiente. Porque digámoslo: una cosa es apoyar política e ideológicamente la diversidad sexual y los derechos de todxs; saber que el género es un corset que nos oprime y que la heterosexualidad obligatoria es una norma social atravesada por el poder y el control, que el género se construye culturalmente, y otra muy distinta es tener que ponerse a pensar a los 40 años que una podría llegar a ser torta. Hay que tener tiempo y ganas para eso, y muchos ovarios sobre todo.
Empecé a recordar intentando deconstruir el camino que me había llevado a ese sueño, creyendo poder volverme transparente para mi misma y ganarle de mano a mi inconsciente. Sabía que eso sería imposible y que la charla con mi psicóloga era ineludible. Pero quería tener posibles explicaciones racionales para darle (¿a ella o a mí?).
Esa semana de abril se dieron un par de casualidades. Por lo menos dos. Por un lado, me tocó hacer un ejercicio de escritura con Belén López Peiró para el taller de Crónica de la Maestría “Periodismo narrativo” de La Universidad de San Martín. Teníamos que entrevistarnos mutuamente por Zoom para reconstruir una escena de la vida cotidiana de cada una vinculada con la cuarentena. Yo la conocía a Belén porque había leído su libro “Por qué volvías cada verano”, en el que narra su historia personal de abuso intrafamiliar por parte de su tío. Ese libro sirvió de inspiración para que la actriz Telma Fardín se anime a denunciar públicamente por violación a Juan Darthés en diciembre de 2018 en la ya histórica conferencia con el colectivo de actrices. Cuando me di cuenta de que Belén era compañera de la maestría me puse contenta, y cuando me tocó hacer el ejercicio con ella, aún más. La admiro. Me contó que había empezado a escribir el libro en un taller de literatura de Gabriela Cabezón Cámara.
Esa misma semana, el 5 de abril para ser más precisos, Selva Almada, otra escritora argentina contemporánea, cumplió años y subió una foto en Instagram soplando la velita (no me acordaba que la seguía en las redes). Estaba en una galería que daba a un patio lleno de árboles y una vegetación tupida que hacía imaginar el universo litoraleño del paisaje de sus libros. El posteo decía “Acá fiel a mis principios dándole una conferencia de Harvard a la torta que me hizo @gabrielacabezoncamara?”
¿Qué hacían Gabriela Cabezón Cámara y Selva Almada juntas en plena cuarentena? En seguida flashee que eran pareja y me puse a investigar, cual Jorge Rial de los chimentos del mundo de la literatura argentina contemporánea.
Dobleve, dobleve, dobleve, punto Google, punto com. “Gabriela Cabezón Cámara y Selva Almada” Clic.
No se muy bien qué esperaba encontrar ¿Una nota de Ciudad Magazine o Exitoína que confirmara el romance inesperado entre dos jóvenes y consagradas escritoras argentinas? ¿A quién podía importarle? Imaginé que era un secreto a voces en el mundillo literario al que no pertenezco y me propuse averiguarlo.
El primer resultado que arrojó la búsqueda en Google fue un capítulo en Youtube del programa “Los 7 locos” que conduce desde hace 30 años Cristina Mucci. Selva y Gabriela habían sido invitadas para presentar sus últimos dos trabajos: Selva, “El Mono en el remolino” y Gabriela, “Las Aventuras de la China Iron”. Cuando percibí que la entrevista era de 2017 imaginé que se trataba de un romance consolidado y que se habían enamorado justo ahí, ¿por qué no? Me detuve a estudiar detalladamente si en el rostro de cada una aparecía un indicio de deseo, complicidad o seducción. Gabriela, que pestañeaba muy rápido durante la entrevista, dijo que no había visto la película Zama de Lucrecia Martel, sobre la cual se basa el libro de Selva “pero leí el libro de ella y es bellísimo”. Me pareció una ternura de gesto, casi una declaración de amor, que además desencadenó en Selva una media carcajada, mezcla de agradecimiento y vergüenza. Gabriela tomó su primer vaso de agua. Cuando le tocó presentar la China Iron, contó que era una especie de secuela deformada del Martín Fierro con mirada feminista que por primera vez le da voz propia a una mujer en el género gauchesco. Selva la miraba con admiración, revoleando los ojos rápidamente de un lugar a otro, sintiendo cierta incomodidad cuando, mirando el monitor, se daba cuenta que la están enfocando. Pensé: la ama.
Cuando se terminó el programa, Youtube inició de manera automática la reproducción del siguiente video de la lista:: “Hola, soy Gabriela Cabezón Cámara y esto es Autores por Autores, de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno”. Tomaba una Coca Cola light de una lata con dos sorbetes frente a una cámara y habla de manera muy casual y tranquila. Por momentos cruzada de brazos con las manos debajo de las axilas y por otros, enrollaba y desenrollaba algo que parece una servilleta o un pedazo de tela blanca. Vestida con un blazer de gamuza marrón clarito, pelo corto peinado hacia arriba y apenas maquillada, empieza contando cómo fue que se convirtió primero en periodista en Clarín y luego su paso a la literatura. Le preguntan sobre la imagen que había disparado la escritura de la novela “El Romance de la Negra Rubia”, la única que yo había leído hasta ese momento de la autora. Había sido la foto de un canillita de 31 años que tenía 7 hijos y se había inmolado prendiéndose fuego luego de un desalojo violento en unas casas tomadas por “pobres entre pobres” pertenecientes al Instituto de la Vivienda del gobierno de Neuquén en el año 2000. Luego de 15 días agonía, el canillinta murió y el gobierno de Neuquén decidió darles finalmente las casas a esas mismas familias cuando el escándalo tomó estado nacional. Parecía que el gobierno había aceptado un sacrificio humano a cambio de las viviendas. Eso la dejó pensando por muchos años, hasta que dió nacimiento a la Negra Rubia: una poeta argentina que va a la inauguración de una muestra de arte en un edificio tomado por artistas. Durante tres días toma whisky y merca, y cuando llega la policía para desalojarlos, decide prenderse fuego. La imagen se viraliza y ella se vuelve famosa. A diferencia del canillita, ella se recupera, y cuando vuelve a la vida se da cuenta que es escuchada de un modo especial y que es buscada como interlocutora por los partidos políticos de la época. Empieza a tener poder y se convierte en líder de un movimiento político de artistas.
Escribiendo estas notas releo la novela:
“Par de cobanis de mierda, yo de acá no me voy nada y ustedes acá no vuelven”: eso les dije a los gritos cuando patearon la puerta y se metieron adentro y de las mechas sacaron a los que estaban conmigo. Adentro había querosén, les habían cortado el gas días antes del desalojo, y yo me agarré el bidón, me tiré el liquido encima y empuñé el zippo cual su fuera una magnum poderosa. Pero hice todo al revés o eso me parece hoy. Debería haber incendiado a canas y judiciales en vez de volverme bonza. La merca me pegó peor que nunca y debo decir que nunca me pegó del todo bien. Se le había sumado el whisky, que ya en la quinta botella era marca nacional…un par de policias habían avanzado igual al escuchar mis advertencias. Después salieron corriendo y yo corriendo detrás, flamenado hasta desplomarme en la barranca del parque de la vereda de enfrente. Me envolvieron con frazadas y me llevaron a la guardia del Hospital del Quemado”.
“Llegamos a dominar cien torres en el país: unas treinta mil personas — los bloques monoblock los contamos como torres-: después de Venecia logré que todos tuvieran gas, luz y agua mineral, prepaga, grandes murales, subsidios para educarse, trabajo en blanco y asados en las fiestas de guardar. Además de vacaciones en los hoteles obreros que hay en Chapadmalal. Un poco más y era llamarme Eva Perón. No pudo ser, me harté ante, ya estaba vieja y aburrida, no amaba los militares y me cansaba el debate; yo quería mandar sola sin charlas ni discusiones”.
Me di cuenta que tuve el sueño después de ver esta entrevista. Muy en contra de cierto prejuicio personal con las mujeres fuertes, Gabriela me había parecido una persona dulce y agradable. Reconocí un prejuicio machista en mi, o tal vez feminista de las primeras horas, según el cual las mujeres que ocupan lugares históricamente reservados para los hombres, debían desarrollar cierta rudeza o agresividad. La necesidad de cierta masculinización de la mujer como requisito para ocupar espacios en disputa. Me acordé de un pasaje de “Black Out” de María Moreno, un libro medio autobiográfico que cuenta la historia de una periodista que vivió la bohemia intelectual de Buenos Aires de los 70 y su adicción al alcohol, donde dice: “comencé a beber para ganarme un lugar entre los hombres….Estaba convencida de que más que ganar la universidad, las mujeres tenían que ganar las tabernas…beberla nos hacía pertenecer.”. O como cuando el personaje “La Negra Rubia” de la propia novela de Gabriela Cabezón Cámara dice “Para construir poder hay que tener capital: puede ser solo ambición, alcanza para empezar, pero yo tenía mucho más. Tenía cicatrices, tenía la furia loca que me había llevado el fuego y el rencor del sacrificio. Tenía un buen edificio que se había conseguido gracias a mi fiero olor, a mi combustión veloz y a la muy lenta agonía de los meses que siguieron. De ambición no tenía nada o no sabía que tenía o tenía apenas un poco que me creció cuando supe lo que es tener poder. Me creció una pija, vivía al palo todo el día…ya no hubo más para mi que el deseo de tener más.”
“…nací negra y me volví rubia, nací mujer y me armé tremenda envergadura envidia de muchos machos…Me cogí a medio país, que también eso es poder”.
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Desde el inicio de la pandemia, el Centro Cultural Kirchner convocó a intelectuales argentinos a escribir crónicas y reflexiones sobre el confinamiento: Martin Kohan, Mariana Enriquez, Camila Sosa Villada, Pedro Saborido y Gabriela Cabezón Cámara. Había llegado a leer solo algunas y el 13 de abril, para seguir con las casualidades, alguien me compartió por WhatsApp la crónica de Gabriela que se titulaba “No quiero volver a la Normalidad”. La leo y no solo me conmueve la historia de la mujer pobre y con signos de violencia de género con la que se cruza en el chino mientras hacía las compras, y a la que no sabe cómo ayudar, sino que para mi sorpresa, una pequeña anécdota insignificante para otros, resulta reveladora para mí. Dice Gabriela: “Sigo: es el cumpleaños de mi amiga vecina mañana y acá estamos solo ella, su pareja y yo, así que la fiesta la hacemos los tres. Yo elegí regalarle la torta y el escabio y me tengo que ocupar de los ingredientes que faltan. Vamos a arrancar este atardecer con tacos y un tequila reposado que me trajo mi mejor amiga que vive en México”. Y pienso, es la torta de cumpleaños que Selva Almada posteó en Instagram, y su pareja es, entonces, otrx.
Me entero de causalidad en el taller de Crónica de Cristian Alarcón que son varios los escritores que se compraron un lote en el mismo terrero y que son vecinos en esas casas de fines de semana que construyeron con containers en las afuera de La Plata, creo. ¡Qué bueno para hacer una nota!
Sigo soñando esa semana. Pienso, a mi favor, ahora es con el periodista Reynaldo Sietecase, y se trata de una historia de amor. Estábamos con dos chicas más de viaje de trabajo en New York (¿serían Gabriela y Selva?). Casi no nos conocíamos los cuatro, pero Reynaldo y yo pegábamos onda y empezábamos a gustarnos caminando por la 5 Avenida. No llegamos a coger porque me desperté antes. Cuando empiezo a contarle todos mis sueños a la psicóloga el viernes siguiente, lo primero que me pregunta es “por qué dijiste que a tu favor tenés para contar que también soñaste con un hombre? Arranca una larga sesión. Y también pienso: son todos periodistas y al final nunca cojo en mis sueños.