Existe un concepto mágico de la adjetivación, cuyo uso procura no ya influir sobre los comportamientos, sino fijar núcleos de sentido y obsesión en una parte de los consumidores de los medios, tanto gráficos como audiovisuales o digitales. Eso luego se replica en redes sociales en una rueda sin fin.

Por Horacio Fiebelkorn*

Cuando no hubo dudas del triunfo de Biden sobre Trump en los comicios estadounidenses, Clarín volvió a sorprender. Para el gran diario argentino, Trump es “kirchnerista”, según dijo ya desde el título el columnista Borenstein. ¿Argumentos? Haber “agrietado” a su país, haber querido “colonizar” la justicia, y odiar a los medios de comunicación. Suficiente. Aunque la brocha gorda del título no busque otra cosa que machacar otra vez con la idea de que si algo es “malo”, es kirchnerista, peronista, populista, etc.

Más lejos en el disparate llega Jorge Fontevecchia. El director de Perfil, que nunca oculta su deseo de ser tomado como un serio intelectual, al entrevistar al filósofo Jacques Ranciere le pregunta (con afirmación incluida): “En la Argentina suele hablarse de que las ideas de Donald Trump son una suerte de peronismo. ¿Es posible que Trump utilice algunas ideas de Laclau o que este autor lo haya influenciado de alguna manera?”.

Acaso sorprendido por esta pregunta desquiciada, Ranciere contesta que ni Trump ni ninguno de sus asesores «han estudiado las ideas de Laclau. Además, es obvio que Donald Trump no ofreció ningún tipo de beneficios sociales para los trabajadores. Por el contrario, propuso la eliminación del Obamacare. Propuso restringir los derechos sociales. No creo que ningún programa populista en América Latina haya ofrecido eso”.

Existe un concepto mágico de la adjetivación, cuyo uso procura no ya influir sobre los comportamientos, sino fijar núcleos de sentido y obsesión en una parte de los consumidores de los medios, tanto gráficos como audiovisuales o digitales. Eso luego se replica en redes sociales en una rueda sin fin.

Por ejemplo, cuando se supo que el gobierno comprará la vacuna rusa contra el Covid-19, empezó a circular por las redes la versión adulterada: un virus comunista va a inocularse en la sangre de los argentinos, so pretexto de poner un límite a la pandemia.

Hace treinta años que Rusia no es comunista, y por lo visto quienes creen en la invasión vacunadora no han leído ni los diarios. O sí, pero la perspectiva de una presunta amenaza vuelve a convocar a la palabra “comunista” como signo de peligro, cosa que nunca sucede cuando la posible amenaza viene de Europa occidental o de USA. Por caso, el primer contagiado en Argentina trajo el virus desde Europa, donde estuvo en Milán y en Barcelona. Pero parece que es mayor la amenaza de una vacuna que la de un virus.

La quema de barbijos ocurrida hace un tiempo en el Obelisco porteño no cayó bien en ninguna parte. ¿Cómo sabemos esto? Porque los medios dominantes, de inmediato, lo atribuyeron a La Cámpora, y trataron de instalar esa versión.

Dicho de otro modo: todo lo que está mal y hace daño, será asociado al gobierno o a alguna fuerza política oficialista.

En enero del 2018, cuando detuvieron en Uruguay al empresario y sindicalista Marcelo Balcedo, el diario Clarín lo apostrofaba todo el tiempo como “sindicalista K”, pese a que Balcedo nunca fue “K” y en su momento apoyó la candidatura de Vidal a la gobernación bonaerense.

Pero el punto es que hay gente que lo cree. Cualquier cosa mala que se invente y se atribuya al peronismo, o genéricamente al “populismo”, será creída con los ojos cerrados por una cantidad de personas, no necesariamente poco instruidas.

¿Por qué lo creen? Porque necesitan creerlo, ya que de antemano lo piensan, y ese pensamiento, por infradotado que parezca, pide ser alimentado todo el tiempo, en una lógica similar a la del consumo de drogas: la dosis que fue necesaria hoy, resultará insuficiente mañana. Así es como se construyen subjetividades a partir de discursos que se instalaron con el mismo método.

Tienen la misma filiación que los relatos sobre el uso del parquet para hacer asados, que revelarían lo injusto de facilitar viviendas a quienes no las merecen, o la historia de la mucama que cocinó al horno y sirvió en la mesa al bebé primogénito de la familia rica. Son creídos sin chistar por quienes necesitan creer todo eso. Porque nadie cree nada que no necesite creer.

En un notable artículo, el escritor Teodoro Boot detalla el modo en que la prensa y la “opinión publica” trataron a Hipólito Yrigoyen, un presidente reelecto con el 61 por ciento de los votos, en la previa del golpe de 1930. Le reprochaban un “desenfrenado apetito de poder”, lo acusaban de “ladrón, desleal, taimado, cobarde, insano, ignorante, semianalfabeto, arrabalero, falsario, lúbrico, sucio, chusma, canalla, traidor, bruto, hipócrita, rencoroso, ignorante, hipócrita y deshonesto”. Y sólo por rozar apenas los intereses oligárquicos.

En los últimos años se creó la figura retórica de “posverdad” como un eufemismo que designa a algo que existe desde mucho antes del nacimiento de la imprenta: la mentira.

Y es el propio “Facundo” de Sarmiento un posible antecedente de lo que se constituyó en “periodismo sin fuentes”, género por excelencia de los productos de editorial Perfil. El “Facundo” es “el primer libro de historia -dice Juan Bautista Alberdi en sus escritos póstumos- que no tiene ni fecha ni data para los acontecimientos que refiere. Es verdad que esa omisión procura al autor una libertad de movimientos muy confortable, por la cual avanza, retrocede, se detiene, va para un lado, vuelve al lado opuesto, todo con el movimiento ilógico con que un pescado rompe la onda del mar»» (“Grandes y pequeños hombres del Plata”, Plus Ultra, pág. 220).

Es la misma confortable libertad de movimientos de la que goza cada nota periodística que refiere y construye hechos sin la molesta obligación de citar una fuente. A diferencia de los relatos de ficción, que reclaman ser creídos en tanto ficción (Saer) el periodismo trabaja sobre un pacto de lectura cuya premisa es la verdad.

Pero es posible -y de hecho sucede muy seguido- que ese pacto de lectura se rompa en forma unilateral y sin aviso. Así es como se sirve a las audiencias una copa envenenada.

“Quisimos creer que estábamos ganando”, dice el periodista y excombatiente de Malvinas Roberto Herrscher, en un capítulo del libro “La noticia deseada”, del periodista Miguel Wiñazki, acaso la mejor pluma del diario Clarín, donde tiene varios cargos. Herrscher dedica su capítulo a examinar la conducta de periodistas y medios de comunicación durante la guerra de Malvinas.

Aunque lo central en el libro de Wiñazki es la exposición de su teoría de la “noticia deseada”. “Vivimos -dice- bajo el imperio de la noticia deseada. Aquella en la que la opinión pública quiere creer. Esta es la hipótesis de este libro: el montaje de la noticia no es un proceso gestado sólo por los medios que la emiten, sino también por las audiencias que la desean”.

Estas audiencias -agrega- “se constituyen en una comunidad de creyentes, en una feligresía que, efectivamente, cree en aquello que por sí misma ha construido, aunque se trate de “’delirios tribales’”.

Para Wiñazki, “las noticias deseadas son la superestructura de una estructura psicosocial que pretende permanecer siempre creyendo lo que más le conviene”.

Los ejemplos que desarrolla en el libro son la muerte de Carlos Menem Jr. y la muerte de Yabrán. Lo hace luego de una frondosa intro teórica y filosófica, donde no faltan las citas a Barthes, entre otros.

Se hace difícil, sin embargo, desligar  su teoría de la práctica del medio en que trabaja. El paraguas de la noticia “deseada”, de hecho, dio cobijo a la historia de la bóveda de los Kirchner en Santa Cruz, y a identificar a Aníbal Fernández como “la Morsa” en la causa del triple crimen de General Rodríguez, por citar sólo dos ejemplos.

En una entrevista que le hace su discípulo santacruceño Juan Cruz Sanz, Wiñazki enaltece el concepto de “tribu”: “Se cohesiona en función de un jefe que es un mago o un sacerdote al que la tribu respeta porque se considera que porta la verdad. Aquí ocurre en algún sentido como si fuéramos una tribu de millones de personas. Por ejemplo, se escucha a Lanata y decimos que tiene razón”.

“La tesis dominante -dice en la misma entrevista- se inclina a pensar que los medios construyen los acontecimientos. Lo que yo digo aquí es que la opinión pública también construye acontecimientos, que hay una coproducción”.

Con esto queda medianamente libre de culpa y cargo la empresa periodística, que se limita a darle a la opinión pública lo que esta reclama.

Para comprender la naturaleza de ciertos crímenes, nada mejor que la explicación del asesino.


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Horacio Fiebelkorn es escritor y periodista.

Fuente: El País Digital (13/12/2020)