Messi se fue.

Mientras duró, de todo hizo placer;

cuando se fue, nada dejó que no doliera

–escribió, preclaro, hacia 1940 el gran Macedonio Fernández.

Messi se va, o dice que se va. Nadie sabe, en estos días confusos, qué es anuncio y qué es amenaza en esta riña de gallos cocoritos. Lo cierto es que ayer mandó un burofax –“burofax” es la clave de todo– a su club que dice que deben liberarlo gratis porque tenía una cláusula que se lo permitía y que aunque esa cláusula vencía el 10 de junio en realidad no venció el 10 de junio porque 10 de junio no quiere decir 10 de junio sino fin de la temporada y la temporada acaba de acabar. El poder metafórico de las fechas es su última genialidad, y va a cambiar ciertas formas del tiempo: ahora, ¿quién podría negar que un contrato que termina el 21 de septiembre en realidad debe terminar el día en que caigan primeras hojas otoñales, en el Norte, o florezcan capullos, en el Sur?

Todo florece, todo cae. Lionel Messi postula la inutilidad del calendario y manda un documento como quien manda un esputo volante, para empezar una pelea, agarrame que lo mato. Es curioso lo mal que suelen terminar las relaciones entre los futbolistas y sus clubes: dificultad de los adioses. Nos enteramos cuando le pasa a Messi o a Ronaldo o Casillas o Juan Román Riquelme, pero sucede casi siempre. Como si hubiera algo básico que impide un buen final. Durante años, un muchacho ha vivido en un club, para un club: ese club ha sido la mitad de su vida, la razón de su vida. Durante esos años, además, las formas imponen que ese muchacho manifieste que ese club le importa mucho –y quizás incluso sea cierto. Y las formas imponen, como casi siempre, que se proclame amor lo que es puro interés compuesto.

Pero, durante todos esos años, tanto el club como el muchacho han sentido que daban más que el otro –la clave de todas las parejas– y lo han soportado porque creían que así conseguirían lo que querían. De pronto pasa algo –el muchacho ya no es lo que fue, el club ya no es lo que fue, los dineros, las famas, el tiempo– por lo cual dejan de soportar lo que antes sí. Y no encuentran, casi nunca, una forma civilizada de arreglarlo porque esa revelación nunca llega a los dos al mismo tiempo –y uno de los dos se siente desdeñado. Es el momento de algún drama, tan menor como todos los dramas que se ventilan en los diarios. Y entonces, como nos aburrimos, seguimos ese drama, lo hacemos nuestro drama.

El drama, ahora, no es que Messi se vaya; es, como siempre, cómo. El burofax, en este caso. Su partida entre odiosa e insidiosa recupera la vieja duda sobre su condición: siempre nos preguntamos si era más catalán o más argentino. El cliché del argentino dice que somos avivados, que siempre intentamos sacar ventajita de todo. El cliché del catalán dice que son agarrados, que siempre tratan de pagar lo menos posible. Messi, entonces, ¿sería la síntesis perfecta?

Seguramente tiene razones para irse. Vuelan las teorías conspirativas, que si fue porque Koeman no le iba a tolerar sus viejos privilegios, que si fueron esos privilegios los que arruinaron este equipo, que si su odio con su presidente catalán, que si su amistad con su amigo uruguayo, que si, que si, Messi.

Lo brutal es que se vaya con esta furia, este portazo. Como quien quiere asegurarse de dejar, detrás, tierra arrasada: como quien teme arrepentirse y dice voy a insultarlo tanto que ya nunca vamos a poder.

Pero es triste desbaratar así tu herencia, tu “legado”. O, dicho de un modo menos cursi: el pibe se pasó veinte putos años de su vida en Barcelona, en el Barcelona. Ahí se curó, creció, se hizo mayor, jugó, ganó, armó su vida, se vistió de millones y millones. Ahí lo quisieron como no lo quisieron en ningún otro lado –y seguro que no en la Argentina. ¿Y ahora, de pronto, en un arranque muy justo o muy injusto, se va cuando su club lo necesita, cuando su club está jodido y tiene que reconstruirse y contaba con él como la base para hacerlo? Él tiene sus razones: seguro, uno siempre tiene sus razones. Pero en mi barrio, de puro prejuiciosos, a los muchachos que hacían eso les decían cosas feas. Mi barrio, sabemos, era raro.

Si se va así, regateando fechas y esquilmando dineros, miles y miles lo van a odiar un poco. No mucho, claro; los catalanes no parecen de esos. Pero sí lo suficiente como para que Barcelona deje de ser ese segundo/primer hogar que fue desde sus 13. Es extraño que alguien destruya así una casa tan amplia, tan bien hecha, tan lujosa, tan cálida. En argentino, romperla es jugar increíble: Messi la rompió cientos de veces. En español, romperla es romperla; Messi está rompiendo la mitad de su vida. Messi siempre la rompe, ya sabíamos.

Queda por saber por qué lo hace así como lo hace. Hay quienes suponen que porque no se entera: no se da cuenta de quién es ni de cuánto lo quieren ni de cuánto menos lo van a querer si se va de este modo. Otros presumen que, al contrario, porque llega un momento en que todos nos creemos que podemos hacer lo que queremos, que nos lo hemos ganado, que somos Messi y hay que respetarnos. Otros sospechan que porque todavía se imagina que lo malo de su último año de fútbol no fue él sino el Barça, y que si se va a otro equipo volverá a ser Messi. Es una ilusión válida: nos pasa a casi todos.

Pero si lo hace, como se dice mucho, para jugar en un equipo donde pueda llevarse alguna copa más, está jodido. Algunos lo llaman egoísmo; otros, espíritu de competencia, fuego sagrado, ganar a toda costa, y en estos tiempos tiene muy buena prensa: parece que es lo que mueve al mundo –hacia el abismo.

Quizá para ser Messi hay que creer en eso;

quizás ese es el precio.

Amor se fue.

Mientras duró, de todo hizo placer;

cuando se fue, nada dejó que no doliera.

(Messi pasa, Macedonio queda.)

 

Por Martín Caparrós

Fuente: www.chachara.org